Cuando llegué de Salamanca a Bilbao, en 1970, hubo tres cosas que no me gustaron, una era el clima, húmedo; la otra era la luz, escasa; y la tercera fue que me obligasen a vacunarme de enfermedades para las que ya estaba vacunado, no se fiaban. Por cierto, cuando regresé a casa de recibir las vacunas supernumerarias perdí el conocimiento y me fui al suelo, nada grave. Me gustó, sin embargo, el acento de la gente, cantarín. Y me sorprendieron los modismos bilbaínos o vascos, hasta entonces desconocidos para mí; pronto los hice míos. Al principio, no obstante, pensaba que en Bilbao no sabían hablar bien.
Andando el tiempo me he dado cuenta de que somos muy nuestros con las cosas del idioma; tendemos a pensar que la forma “normal” o, incluso, correcta de hablar es la nuestra, la propia. Elevamos nuestro idiolecto o, si acaso, la variante hablada en nuestro pueblo a la categoría de lengua estándar, correcta por definición. Me he encontrado a no pocos vascohablantes que atribuían al euskera de su pueblo el máximo grado de corrección, a la vez que minusvaloraban las hablas de otras localidades, incluso si eran de su misma comarca. O también –esto, incluso, de forma más frecuente- descalificar alguna recomendación o norma dictada por Euskaltzaindia (Real Academia de la Lengua Vasca) porque no era como se decía en su pueblo. Como es natural, son cosas que nunca he discutido, porque aprendí vasco cuando llegué a la universidad.
Viene todo esto a cuento por los comentarios que suscitó ayer en red social del pajarito este trino:
Si algo nos resulta ininteligible, decimos que nos suena a chino; es una expresión muy extendida. Y no somos los únicos, lo hacen los hablantes de unas cuantas lenguas en el mundo. Sin embargo, otra de las relaciones que marca la figura insertada en el trino, la que conduce del castellano al griego, no es tan conocida. De hecho, mi tuit inicial suscitó reacciones de incredulidad o sorpresa, como esta de Felipe Jiménez:
O estas:
Hubo también quien trató de aclarar las dudas:
O quien aportó una referencia relevante:
Lo cierto es que considerar el griego una lengua ininteligible no es tan extraño. En la familia de mi mujer el griego e, incluso, el arameo, son las lenguas a las que, además del consabido chino, atribuyen la cualidad de ininteligibilidad. La propia RAE, define griego, en su 5ª acepción como “lenguaje considerado incomprensible”.
Pero es que, además, como también se comentó en tuiter, esa cualidad está en el origen de la palabra “gringo”.
La Wikipedia dice, al respecto, lo siguiente:
“Hay menciones del término «gringo» en textos españoles desde el siglo XVIII, el primero de ellos en el Diccionario de Terreros escrito hacia 1760, donde se refiere a quienes hablan el español con acento extranjero y en especial a los irlandeses. Según el etimólogo español Joan Corominas, «gringo» deriva de la palabra española griego, refiriéndose a un lenguaje que no se puede entender (como en la frase inglesa: that’s Greek to me) y por extensión a personas que hablan cualquier otro idioma que no sea español, de manera similar a términos como bárbaro (βάρβαρος) en griego clásico. Se origina en el proverbio medieval usado en los scriptoria y universidades: graecum est; non legitur (es griego, que no se lea) en referencia a las porciones del Corpus Iuris redactadas en esa lengua.”
Cuando puse el tuit que dio lugar al intercambio acerca de si los hispanohablantes recurren al griego para atribuir a algo la cualidad de ininteligible, no podía imaginar que acabase sabiendo que es posible que la palabra “gringo” tenga precisamente ese origen. Me llamó la atención, eso sí, la convicción con la que algunos consideraban su propia experiencia como fuente de conocimiento verdadero, sin pensar que bien podía ser que en otros lugares, no ya de Latinoamérica, sino de la mismísima España, hubiera otros usos lingüísticos.
Creo que la anécdota dice mucho acerca de dos aspectos de nuestra naturaleza. Uno es la importancia que tiene el idiolecto propio: llega a ser fuente de autoridad en materia lingüística. Y la otra es la resistencia a considerar posibilidades alternativas cuando estamos convencidos de la corrección de nuestras creencias.
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