La ciencia está teniendo, para bien y para mal, un papel muy relevante en la crisis que vivimos. Lo que sabemos del virus SARS-CoV2 y de la Covid19 lo sabemos gracias al conocimiento científico, sobre todo. Es la ciencia la que quizás obtenga una vacuna o tratamiento eficaz. Las predicciones relativas al posible curso de la pandemia son también cosa de científicos, así como la definición de escenarios bajo diferentes supuestos. Es tal la autoridad que dicen reconocerles, que las autoridades, para justificar sus decisiones, invocan los informes de los expertos. Han llegado a afirmar, incluso, que hacen lo que les dicen aquellos. Por ello, y dada la trascendencia de las decisiones en cuestión, no debe extrañar que la tarea de los científicos esté sometida al máximo escrutinio y se utilice como arma arrojadiza en una u otra dirección.
Por otro lado, y dado que ha habido contradicciones sobre asuntos tales como la pertinencia de confinar a la población en mayor o menor grado y haberlo hecho antes o después, sobre la conveniencia de hacer estas o aquellas pruebas, sobre la idoneidad del uso de mascarillas, y sobre otras, se acusa a los expertos de estar al servicio de intereses bastardos. A estas alturas a nadie debería sorprender que la refriega política alcance también al mundo de la ciencia. Ni el conocimiento ni quienes lo producen gozan, de hecho, de ningún estatus que los deje al margen de los conflictos de su tiempo.
Para mejor entender el papel de la ciencia en la crisis conviene saber de sus fortalezas y debilidades. Está, en primer lugar, el hecho de que no ofrezca certezas. El carácter provisional del conocimiento científico es percibido como una debilidad, pero en realidad en ello radica su fortaleza.
Por otro lado, la incertidumbre no afecta por igual a todas las disciplinas. En la física y la química es relativamente sencillo fijar variables y seleccionar los factores cuyos efectos se quieren estudiar; sus predicciones tienen altísimo grado de fiabilidad. En sistemas complejos o azarosos, como los biológicos o los sociales, no es fácil, o ni siquiera posible, fijar variables o aislar sus efectos. En el tema que nos ocupa es muy difícil, porque en el estudio de las epidemias confluyen el conocimiento del patógeno, el de sus víctimas potenciales, y las interacciones entre ellas y dinámica social de la que depende su propagación. La dificultad para generar conocimiento válido en un sistema tan complejo es enorme. Por eso no es extraño que las predicciones epidemiológicas tengan mucha incertidumbre. Tienen la dificultad añadida de que las medidas basadas en sus recomendaciones tienen el efecto potencial (buscado) de alterar el curso de la pandemia, de manera que, a veces, su éxito puede ser interpretado socialmente como un fracaso.
En tercer lugar, el comportamiento de los científicos puede tener consecuencias perjudiciales también. Todos tenemos principios, preferencias e intereses, y nadie está a salvo del efecto de ciertos sesgos. En una crisis como esta actúan fuertes incentivos sobre la comunidad científica para generar rápidamente conocimiento y darlo a conocer. El deseo genuino de contribuir a encontrar soluciones, el prestigio y otras recompensas empujan a adelantarse a la hora de publicar resultados y proponer soluciones. Se ha generado así mucha información que resulta, en primer lugar, difícil de dar a conocer y, por lo tanto, de valorar, asimilar y utilizar. Lo malo es que, a la vez, parte de ese conocimiento que no sido sometido a contraste circula hacia el público sin intermediación cualificada, dando lugar a bulos e ideas sobre falsas soluciones. En un contexto normal, esos problemas tienen su tratamiento ya que la comunidad científica cuenta con mecanismos de autocorrección que, aunque no garanticen un funcionamiento impecable, sí evitan desviaciones peligrosas. Pero en una emergencia las cosas no funcionan igual, porque hay urgencia por encontrar soluciones.
Y luego están los sesgos, tanto de carácter cognitivo como ideológico. La ciencia, como sistema, actúa autocorrigiéndose cuando funciona bien. Pero eso no quiere decir que quienes la hacen se autocorrijan, sino que unos corrigen lo que otros proponen. En el contexto de la crisis Covid19 y por sus implicaciones políticas, los sesgos ideológicos pueden tener una mayor proyección y consecuencias. Un repaso por la historia de la ciencia nos permitiría conocer más de un ejemplo en el que la cosmovisión, creencias religiosas o ideología política han conducido a la formulación de hipótesis o teorías que más adelante se han demostrado erróneas. Como he dicho antes, eso es algo que antes o después se acaba corrigiendo, porque la comunidad científica somete los postulados y modelos de sus miembros a contraste. El problema es que eso requiere tiempo. Y en una crisis sanitaria, social y económica como la que vivimos, el tiempo es un bien escasísimo y las correcciones tardan en llegar.
Por último, las decisiones políticas deben tomar en consideración el conocimiento experto, sí, pero ese conocimiento no debe ser el único criterio. A las autoridades los expertos han de proporcionarles modelos con las consecuencias más probables de cursos alternativos de actuación. Pero a partir de ahí, los responsables políticos han de considerar otros elementos y, ante todo, una definición de los bienes a preservar. Porque en última instancia, todas las decisiones son políticas.
Como bien ha formulado Joaquín Sevilla, el itinerario que va del conocimiento científico a la decisión política admite destinos alternativos. Merece la pena detenerse en su hilo argumental. Dice Joaquín que para tomar una decisión política basada en la ciencia hay que recorrer un camino; en el trayecto, partiendo de un enunciado científico bien establecido, hay que agregar conocimiento de diferentes disciplinas y también hay que tener en cuenta valores culturales o ideológicos, así como intereses económicos. Cuanto más largo es ese camino, más incertidumbre hay acerca de la naturaleza de la decisión que se ha de tomar, porque hay más margen para que intereses y valores incidan en la decisión final. Esta consideración es especialmente pertinente en el contexto de la crisis actual.
Parece obvio que en esta crisis, el bien a preservar es la vida humana; esto es, el objetivo prioritario ha de ser el de salvar el máximo número de vidas posible. Pero lo que no es obvio es la estrategia óptima para conseguirlo. Porque los responsables pueden verse obligados a optar por salvar vidas hoy a costa de sufrir una quiebra económica de tal calibre que comprometa la integridad social -incluida la de sus sistemas sanitario y de protección- hasta el punto de acarrear una mayor pérdida de vidas humanas un tiempo después.
Me ocupé de ese asunto en La alternativa del diablo y El filo de la navaja, en esta misma bitácora. Pero cuando traté sobre ese dilema, no había habido aún casuística suficiente como para ilustrar la magnitud de las contrapartidas de la que era la opción moralmente más aceptada, la del confinamiento masivo y consiguiente suspensión de todas las actividades económicas y formativas no esenciales a corto plazo. Ahora contamos con más datos. El confinamiento ha salvado, seguramente, millones de vidas humanas. Pero también se han perdido y se perderán otras; a modo de ejemplo, pueden consultarse esta, esta y esta referencias para hacerse una idea de lo que ocurre lejos de nosotros. Y también esta para comprobar que también en los países occidentales se paga un alto precio por la opción tomada.
Por lo tanto, y como conclusión, a la incertidumbre inherente a los informes de los especialistas, que es la que corresponde a la esfera del conocimiento científico, hay que añadir la consideración de bienes a preservar alternativos, así como de los costes, propios y ajenos, que han de pagarse por las opciones tomadas. No es fácil.
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