“¿Cuántas veces más va a costar esta epidemia que lo que hubiese costado estar preparados para afrontarla?” Esta es la pregunta clave que, a juicio de un comentarista a mi anterior anotación, debemos hacernos en relación con las cosas que se podían haber hecho antes para mitigar los efectos de la pandemia de Covid19.
No me parece mal planteamiento; es, de hecho, la mejor forma de argumentar a favor de adoptar medidas para afrontar futuras catástrofes. Aunque me temo que esas son cuentas nada fáciles de hacer.
Hay catástrofes imaginables que quizás no lleguen a producirse nunca, pero hay otras que no solo son relativamente probables, sino que, además, estábamos advertidos de que lo eran. Véase, por cierto, lo que al respecto escribí en El precipicio. Sin embargo, parece estar en la naturaleza humana el no protegernos frente a posibles peligros o daños que no hayamos experimentado antes en primera persona. Los países de Extremo Oriente han actuado en esta pandemia en virtud de lo que habían aprendido en epidemias anteriores y no les está yendo mal, pero a nosotros las gripes de 1918 y 1957 nos quedan demasiado lejos, y como es bien sabido, no se suele escarmentar en cabeza ajena. Dicho lo cual, tampoco es tarea fácil calibrar la medida de lo que se debe hacer, de hasta dónde se debe prever, de la magnitud del problema a abordar cuando de lo que se trata es de defenderse de una amenaza que, por verosímil que sea, no deja de ser una amenaza fantasma.
La observación anterior, no obstante, venía acompañada de otras consideraciones, que coincidían, en lo sustancial, con otros comentarios en tuiter. Se refieren a una cuestión acerca de la cual había preferido no profundizar porque creo, de verdad, que es otro tema. Me refiero a la idea de que podría haberse destinado más gasto a la salud y menos a otras cosas o, también, que se podría haber recaudado más impuestos. El tuit insertado a continuación contiene una de esas observaciones.
Pregunta con trampa llena de demagogia. ¿Y por qué no sacar el dinero de otro sitio? ¿De la obra del TAV? ¿De los privilegios fiscales de tantas empresas? ¿Del IBI de la Iglesia? ¿De gastos militares? ¿De la Corona? La lista es interminable.
— ?uque ?e ?andas (@DuquedeMandas) May 1, 2020
Me ha decepcionado el artículo. pic.twitter.com/7hrhBMFCpQ
Quienes han utilizado este argumento, en mi opinión, yerran el tiro. Trataré de explicarme a continuación. Cuando elegimos unos representantes para legislar, asignar recursos a fines alternativos y dirigir el país, lo hacemos guiándonos por unos principios relativos a cómo creemos que debe funcionar la sociedad y por unos intereses. Y, en todo caso, entiendo que todos aspiramos a que quienes nos gobiernen lo hagan tratando de generar mediante sus decisiones las condiciones que propicien el máximo bienestar posible (defínase bienestar como se defina) y de la forma más eficaz posible.
Por lo tanto, al elegir a nuestros representantes, tenemos, en primer lugar, la disyuntiva entre poner en manos del estado muchos recursos, de manera que se ocupe prácticamente de todo lo que nos afecta o, por el contrario, ser nosotros quienes decidimos en qué gastamos nuestro dinero. Es la alternativa socialdemocracia vs. liberalismo, en una escala que puede ser todo lo amplia que se quiera.
Y luego está el destino de los recursos que maneja el estado. Unos prefieren dedicar más a construir vías de tren de alta velocidad o a subvencionar clubs de fútbol, porque piensan que eso será lo mejor para nosotros (o, al menos, para ellos), mejor que a prevenir pandemias o dotar de ordenadores personales a todo el mundo. Por si sirve de algo, aclaro que no soy partidario ni del TAV ni de subvencionar a clubes de fútbol, pero otros muchos conciudadanos sí lo son. Podríamos reprochar al vecino de al lado que prefiera que le subvencionen la entrada al campo de fútbol a que le salga más barata la medicina que debe tomar cada día, o la que debo tomar yo cuando me duele el pie, pero el vecino está en su derecho de preferir lo que prefiere y en actuar políticamente para conseguirlo.
Pues bien, es en ese terreno en el que debe jugar el responsable político que toma decisiones, es el terreno que le marca la ciudadanía a través del voto. En resumidas cuentas, nos movemos en el ámbito de la política, por lo que las responsabilidades de quienes toman esas decisiones son responsabilidades políticas. No cabe, a mi juicio, el reproche moral.
Mi argumento original trataba de esquivar el punto anterior porque la clave estaba en otro elemento. Supongamos que no gastamos ni un euro en esas cosas que a muchos no nos resultan gratas (ejército, Casa Real, TAV, etc.). Pues bien, una vez eliminadas esas partidas, seguiría habiendo usos alternativos de los recursos y llegaría un momento en que, por mucho que destinemos a prevenir muertes (de la manera que sea), sería posible seguir aumentando esa cantidad a costa de otros bienes, como pueden ser medios públicos de comunicación, escuelas mejor dotadas, jardines llenos de hermosas flores o excelentes pistas deportivas para todos. El abanico de posibilidades es amplísimo. Pero en algún momento dejaríamos de salvar alguna vida porque preferiríamos, por ejemplo, tener más bibliotecas. En otras palabras, en algún momento valoraríamos menos esa vida humana que dejamos de salvar que lo que cuesta tener una buena biblioteca en el pueblo. Quizás el valor de esa vida humana sea desorbitado, pero existe en la medida en que su pérdida se produce porque hemos dejado de dedicar recursos a prevenirla. En resumidas cuentas, siempre hay un límite al volumen de recursos que destinamos a salvar vidas, lo que equivale a decir que las vidas humanas tienen un valor que puede cifrarse en términos económicos, aunque, afortunadamente, no sea la vida de esta o aquella persona concreta, sino una vida “estadística”.
Pues bien, resulta que todo lo anterior puede que sea una reflexión gratuita a los efectos que nos ocupan. A sabiendas de que no todos los países cuentan las muertes debidas a Covid19 de la misma forma y con esa salvaguarda siempre presente, merece la pena detenerse a mirar los datos. El país del mundo donde más muertes (por millón habitantes) se han producido es Bélgica, con 665 (a día de ayer, 2 de mayo); su gasto en salud por habitante en 2015 fue de 4.228 $ (PPP); está por encima de la media de la OCDE. Uno de los países europeos con menor mortalidad ha sido Grecia, con 13 muertos por millón habitantes (a Portugal, con 99, tampoco le está yendo tan mal), mientras que el gasto sanitario griego en 2015 fue de 1.505 $ (PPP), uno de los más bajos de la OCDE (el de Portugal fue de 1.722 $). El de España fue de 2.354 $ (531 muertes por millón), algo inferior a la media OCDE, y el de Italia, de 2.700 $ (467 muertes por millón).
Lo que esos datos muestran es que no hay relación evidente y directa entre la magnitud de la catástrofe en términos de pérdidas de vidas humanas y el esfuerzo que los diferentes países han hecho en salud en los últimos años. Esto no quiere decir que no haya influido, por supuesto, pero el elemento económico no parece haber sido determinante. Otros factores han incidido: el azar, la estructura de edades de la población (España e Italia con poblaciones muy envejecidas), el tipo de atención y de servicios sociosanitarios para mayores, las decisiones políticas relativas al momento en que debía confinarse la población, las medidas de distancia entre personas implantadas, las costumbres sociales (como, por ejemplo, la de frecuentar lugares de ocio cerrados o abiertos, o buscar o rehuir el contacto corporal), la celebración de grandes eventos (partidos de fútbol, por ejemplo), grandes aglomeraciones, y otras. Demasiadas como para solventarlo todo con apelaciones a más o menos gasto sanitario, a aplicar unas u otras políticas fiscales o razones de esa índole.
En definitiva, cuando en la anotación anterior citaba la máxima de H. L. Mencken (“There is always a well-known solution to every human problem –neat, plausible, and wrong”) me refería precisamente a este tipo de consideraciones. Pretender resolver mediante el expeditivo procedimiento de anatemizar ciertos gastos para priorizar los destinados a la salud o a prevenir la pérdida de vidas humanas puede resultarnos muy satisfactorio intelectual y éticamente hablando, pero las inspiradas en ese tipo de consideraciones, son esas soluciones a las que Mencken se refería como claras, factibles y… equivocadas.
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