Nadie la vació, se fueron sus pobladores
La España vacía, viaje por un país que nunca fue es el título completo de uno de los libros publicados en la segunda década del siglo XXI que más me han impactado. Aunque haya quien lo califique de ensayo, en mi opinión no lo es. Sergio del Molino, su autor, no sostiene ninguna tesis, no desarrolla un conjunto de argumentos mediante las que pretenda llegar a ciertas conclusiones. No es nada de eso. Es una reflexión melancólica, muy emotiva y un tanto amarga sobre el abandono que han sufrido amplias extensiones del territorio español durante siglos, y de la utilización, casi siempre interesada, que escritores, artistas y políticos han hecho de ese espacio. Es un viaje sentimental por la España deshabitada, un territorio extenso que no ha dejado de perder población desde mediados del pasado siglo.
Al hablar de la España vacía cabe hacerlo, en realidad, de dos espacios geográficos principales. Uno recorre, aproximadamente, el Sistema Ibérico. Tiene unos setenta mil kilómetros cuadrados (algo más del 13% de la superficie española), donde viven medio millón de personas (poco más del 1% de su población). Abarca un territorio en el que se encuentran zonas de la Rioja (sur), Castilla y León (este de las provincias de Burgos y Segovia, y la provincia de Soria al completo), el oeste de Castilla La Mancha (gran parte de las provincias de Guadalajara y Cuenca), Aragón (Teruel y sur de la provincia de Zaragoza) y Comunidad Valenciana (oeste de la provincia de Castellón y algo de Valencia). Su densidad de población es de 7’2 habitantes por km2. A esta región se la suele llamar la Laponia del sur.
El otro espacio es la franja que linda con Portugal, de casi treinta y cinco mil kilómetros cuadrados (algo más del 6,5% del territorio español), y en la que vive un cuarto de millón de personas, aproximadamente (apenas el 0,5% de la población española). Abarca una banda de terreno que discurre desde Orense hasta Badajoz, todo a lo largo de la frontera con Portugal, pero se proyecta también desde Salamanca hasta la provincia de Ávila siguiendo el curso del Sistema Central. Su densidad de población es de 7’6 habitantes por km2.
Consideradas en conjunto, en un territorio que ocupa el 20% de la superficie española vive el 1’6% de su población. En la nota incluida al final de la anotación aporto información adicional relativa a otras zonas muy escasamente pobladas y a la fuente utilizada.
El libro de del Molino tuvo un muy merecido éxito. Y ayudó, además, a que movimientos ya iniciados antes de su publicación, de reivindicación de servicios e inversiones públicas en esas áreas geográficas, se consolidaran y fortalecieran. De hecho, el despoblamiento de esos espacios se ha convertido en materia de debate social y ha tenido efectos políticos importantes. El fenómeno de la despoblación y sus consecuencias ha llegado a ser tratado en el Parlamento de forma monográfica.
El éxito del libro ha tenido una consecuencia desafortunada también. Hubo a quien le pareció que a la expresión “la España vacía” le faltaba algo, quedaba demasiado impersonal, por así decir. Y sustituyó el adjetivo “vacía” por “vaciada”, el participio del verbo vaciar. De esa forma se implicaba que esa parte de la geografía española no se había vaciado de manera espontánea, sino que había sido vaciada. Para mí resulta evidente que la razón por la que está vacía no es porque siempre lo haya estado; esto es, porque nunca se hubiese llegado a ocupar. Efectivamente, en todas esas zonas ha habido épocas en las que ha vivido más gente que ahora. Pero no han dejado de perder población desde mediados del siglo pasado, por lo que a nadie se le ocurriría pensar que siempre han estado así. En otras palabras: no era necesario aclarar que si hoy está casi vacía es porque se ha despoblado recientemente. No, la razón por la que a alguien se le ocurrió la sustitución del adjetivo por el participio fue que de esa forma el abandono era responsabilidad de alguien, porque algo que ha sido vaciado lo ha sido a propósito y, por tanto, ese alguien es responsable (culpable) de la situación.
Se me ocurren dos tipos de motivaciones para atribuir intención (teñida de culpabilidad, claro) al fenómeno del despoblamiento. Uno tiene que ver con la propensión humana a buscar culpables para todas las desgracias que nos afligen, esa resistencia, cuando no pura negativa, a aceptar el carácter accidental, fortuito, de las desgracias. Es algo que vemos con frecuencia. La otra es el uso interesado de ese estado de cosas como arma arrojadiza, normalmente en el terreno político. En un país en el que hasta el más mínimo desliz o error de un gobernante en la gestión de una crisis como la que vivimos hoy da lugar a furibundos ataques políticos, esto no sorprende. Pero es una desgracia. Uno de los hechos que deplora el autor del libro que nos ocupa es precisamente ese: el uso interesado de la despoblación que se ha hecho desde diferentes instancias: artísticas, literarias, académicas y políticas. Es el colmo, porque el éxito de un libro que denuncia unas actitudes ha conducido, a la postre, a alimentar esas mismas actitudes.
No. La España vacía no la ha vaciado nadie. Se ha vaciado ella sola. Es posible, y hasta probable, que la despoblación haya sido favorecida por decisiones políticas, pero no me entra en la cabeza que esas decisiones persiguieran tal propósito. Y si no lo perseguían, no creo que se pueda pensar en el fenómeno como un vaciado. Omitir ciertas actuaciones puede haber facilitado que se produjera la despoblación, pero no la han provocado. No, la España vacía no ha sido vaciada por nadie, la han vaciado sus moradores, porque no tenían en ella una forma de vida digna y satisfactoria para ellos y para sus hijos e hijas.
Quienes se abonan al uso del participio lo hacen pensando que se podía haber evitado la despoblación si se hubiesen tomado las decisiones adecuadas. A esta idea hay que oponer dos consideraciones. Una es que, incluso aunque así fuese, seguiría sin ser correcto el uso del participio. Y la otra es que es muy dudoso que decisiones políticas de ordenación del territorio a una escala tal puedan llegar a ser efectivas, máxime si se toman en contra de tendencias favorecidas por factores geográficos y económicos que escapan al control de planificadores y autoridades. La mayor parte de la extensión de la España vacía es territorio de montaña o, al menos, de orografía difícil. Y no se encuentra en el curso de grandes vías de comunicación. Por contraste, las zonas más pobladas de la Península pertenecen a tres categorías principales: son los hinterland de grandes capitales, son zonas costeras, o son los valles de los grandes ríos penínsulares (o una combinación de algunas de las tres condiciones). No todo es planificable. Y lo que es planificable puede ser muy difícil de hacer o no ser conveniente.
Y por si lo anterior fuese poco, la España vaciada es una expresión que agrede al idioma.
Nada de lo dicho aquí se opone a los deseos, que comparto, de mejorar las condiciones de vida de quienes habitan esa España interior. Estoy seguro de que se puede hacer bastante al respecto. Quizás algunas de las cosas que habría que hacer sean caras, pero es una decisión política el hacerlas o no. Estoy convencido de que es posible mejorar las condiciones de vida de los pobladores de esa España. Dudo, sin embargo, que se pueda repoblar.
Para quienes somos hijos de españoles que formaron parte del éxodo que la vació, esa parte de España sigue siendo parte esencial de nuestra identidad. Yo no sería la misma persona si mi padre no hubiese nacido en el Villar de Peralonso y mi madre en la Vega de Tirados (localidades las dos de la provincia de Salamanca) y si ambos no hubiesen emigrado a la capital de la provincia, primero, y a Bizkaia, después. Aunque sea una expresión muy manida y a algunos pueda sonar impostada, allí están mis raíces; así lo siento. Es algo que tengo siempre muy presente.
Por esa razón, la lectura de La España vacía tuvo un significado especial para mí, porque la España que describe es la que abandonaron mis padres y porque, en cierto modo, me siento parte de su geografía fantasma. Son precisamente ausencias como la mía las que definen ese territorio. Y a quienes nada tienen, en apariencia, que ver con ella les recomiendo de manera entusiasta que lo lean. Aprenderán de sus páginas algo que quizás nunca fuimos capaces de enseñarles.
Fuentes e información detallada adicional: He tomado estos datos de un estudio de Pilar Burillo, del Instituto de Investigación y Desarrollo Rural Serranía Celtibérica (IIDRSC) y se refieren a las zonas de menor densidad de población (<8 personas por km2). El mapa anterior está basado en la misma fuente, aunque lo he tomado de aquí. Hay otras zonas muy extensas con densidades de población inferiores al 10%, especialmente en los Sistemas Bético y Central y otras con densidades inferiores al 12%. Tomadas en su conjunto, en el 54% del territorio español (54% de sus municipios) vive el 5’5% de la población. Son las que aparecen en la tabla que se presenta a continuación.
En el siguiente mapa se ofrece una distribución mucho más detallada (por municipios) de las zonas despobladas.
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