Ojos que no ven… la muerte
El de mi abuela paterna fue el primer cadáver que vi. Estábamos en su casa, pasando las vacaciones de verano. Ella estaba muy enferma, y después de una noche muy ajetreada, con mucho movimiento alrededor de su alcoba, al amanecer nos dijeron que había muerto. Creo que, por entonces, yo ya había cumplido los diez años, pero no estoy seguro.
Colocaron el ataúd, sin la tapa, en el centro de un gran salón en la planta baja, y nos colocaron en la fila de quienes iban a rendirle sus últimos respetos. Debíamos verla antes de celebrar el funeral y enterrarla en el cementerio. Y la vimos. La recuerdo como una experiencia desagradable en extremo, pero estábamos obligados; así se nos dijo.
Aunque desde entonces –principios de los setenta- otros familiares cercanos han fallecido, hasta hace dos años y medio esa había sido la experiencia más intensa que había tenido en relación con la muerte.
Hace algo más de tres años diagnosticaron a mi madre un linfoma. El pronóstico era muy malo. La acompañé durante seis meses en su peregrinaje a recibir la (a la postre, inútil) quimioterapia. A primeros de diciembre su estado era tan precario que la ingresaron en el hospital de Gorliz, en la unidad de paliativos (¡qué gran recuerdo guardo de su personal!). Tres semanas después, tal y como había pronosticado el responsable de la unidad, falleció. Permanecí a su lado durante esas tres semanas; asistí a su declive, hasta que en los tres últimos días perdió completamente la consciencia y dejó de comunicarse con su entorno. Ese ha sido, sin duda, el trance más duro por la que he pasado en mi vida.
Me di cuenta entonces de que, con la salvedad del fallecimiento de la abuela y el desfile previo a las exequias, nunca antes había tenido una experiencia de la muerte. Con una excepción, los fallecimientos de otros familiares y seres queridos se habían producido en la distancia, y como mucho, me había limitado a asistir al funeral y transmitir a los más allegados mis condolencias. Las muertes de los periódicos, por lejanas la mayoría, se viven como si fueran acontecimientos de otros mundos, no del propio. Era como si, en realidad, hubiese vivido casi medio siglo en un mundo sin muerte.
La agonía y fallecimiento de mi madre, a pesar del dolor, no fue una experiencia estéril. Desde entonces pienso más en la muerte y en la necesidad de incorporarla -sobre todo la propia- a la normal secuencia del ciclo de la vida. Creo que es importante ser plenamente consciente de nuestra condición efímera. Lo es porque nos ayuda a relativizar y poner en sus justos términos nuestra (mínima y, a la vez, enorme) importancia. También porque –así lo espero, al menos- quizás nos ayude a afrontar nuestro final con dignidad y presencia de ánimo cuando llegue. Además, la consciencia de nuestra finitud nos debería ayudar a disfrutar más de la vida, de sus pequeñas cosas, de los placeres humildes a los que podemos aspirar; en definitiva, a celebrar el amor, la amistad y la vida.
Vivimos, sin embargo, en un mundo en el que la muerte se oculta o, si se muestra, se enseña convertida en espectáculo o al servicio de fines bastardos.
Según datos tomados de Our World in Data, la pandemia Covid19 ha dejado en España 28 000 fallecidos oficiales en la primera ola, y en la segunda ya se han sumado unos 400. Y según los datos procedentes de los registros civiles, entre el 10 de marzo y el 9 de mayo se produjeron 43 556 muertes más de las que se habrían producido en un año normal, y entre el 20 de julio y el 15 de agosto, 2 650 más. Hablando de muertos por una enfermedad, son cifras inconmensurables, en realidad.
Por extraño que parezca, en los medios de comunicación apenas ha habido imágenes de féretros, como vimos en Italia y, menos aún, de fallecidos. Una posible explicación compasiva de esa ausencia podría ser que se nos ha querido ahorrar la contemplación de imágenes dolorosas, quizás también buscando que el desánimo no hiciese mella en nosotros en momentos especialmente difíciles. Una explicación menos compasiva, quizás, es que no se nos han querido mostrar unas imágenes que podrían ser vistas como el reflejo de una mala gestión de la pandemia por las instituciones.
No me interesa ahondar en esas visiones alternativas. Solo quiero poner de manifiesto que, a pasar de los números apabullantes de fallecidos a causa de la Covid-19, apenas hemos visto imágenes que reflejasen esas muertes. Y de hecho, quizás no haya que buscar una intencionalidad compasiva o artera en el ocultamiento. Lo más probable –a mí así me lo parece- es que quienes han decidido en cada ocasión y momento lo que se mostraba y lo que no, han preferido ocultar el hecho de la muerte sencillamente porque es algo a lo que somos cada vez más ajenos.
Hoy sería difícil que se produjera un velatorio como el de la abuela, en el que era inconcebible que alguno de los asistentes se quedase sin contemplar su cadáver. La muerte próxima nos resulta desagradable; es algo que no queremos ver, de la que no querríamos ni siquiera saber. Casi un engorro. Y sin embargo, como ya he dicho, la muerte es un hito más en la secuencia de la vida, el último y definitivo; algo que deberemos afrontar y para lo que –así lo creo- nos conviene hacerlo preparados.
Sostengo que habría sido mejor haber visto, como vieron los italianos, las consecuencias mortales de la pandemia. También eso es transparencia. De otra forma nos quedamos, como así ocurrió, con una imagen estadística, casi meramente contable, de la catástrofe. Para muchas personas, para todos los que no perdieron algún allegado, eso fue casi todo: la contabilidad diaria y la opresión provocada por el confinamiento.
Creo que la ocultación de los muertos ha contribuido a alimentar tanto la temprana llegada de la segunda ola, como el negacionismo que parece haber surgido con fuerza en las últimas semanas. Es lo que he querido expresar hoy mediante este tuit:
No quiero decir que el no haber tenido una constancia visual de la catástrofe sea el causante de esos dos fenómenos. Ni mucho menos. En el rápido repunte de la pandemia en España seguramente han intervenido factores diversos; no me interesa tratar de ello ahora. Pero estoy íntimamente convencido –lo confieso, lo digo sin disponer de pruebas al respecto, salvo la diferencia con Italia- de que el no haber contemplado el macabro paisaje que sí contemplaron en Italia, ha influido. Lo dice el refrán: ojos que no ven…
Y no, la imagen de los féretros no tiene nada de morbosa. Morbosa es la imagen que se regodea en la muerte, en el deterioro físico, o en los daños que sufre quien pierde la vida. O la del moribundo o fallecido a quien se exhibe sin ocultar su identidad, máxime si ofrece una imagen penosa. Pero ilustrar una hecatombe (lo es, porque se han producido entre 28 000 y 43 000 muertes, dependiendo del modo en que se han registrado) con imágenes de los féretros de algunos de ellos, no tiene nada de morboso ni conlleva indignidad ni falta de respeto para con los fallecidos o sus familiares.
Para mucha gente –y no me limito a los jóvenes, ni muchísimo menos- lo único que ha pasado es que no han podido salir de casa en unas semanas o se han quedado sin tomar unas copas con los amigos. Porque la mera contabilidad no transmite la verdadera naturaleza del drama.
Por esa razón, no me parece en absoluto descabellado que gran parte de quienes dejan de cumplir las recomendaciones lo hagan porque, en el fondo, no acaban de creer que las consecuencias puedan llegar a ser dramáticas, también para su familia o para sí mismos. De la misma forma, aquél a quien se le ha hurtado la visión de la muerte es más fácil que niegue la misma existencia de la enfermedad o la del virus que la causa. Una cosa y la otra se ven alimentadas por otros factores, por supuesto, pero sostengo que la lejanía con la que nos relacionamos con la muerte, y su plasmación en el tristísimo trance en que nos encontramos, es uno de los rastrojos con los que se han alimentado los fuegos de una segunda ola de la pandemia tan temprana, por un lado, y del negacionismo rampante, por el otro.
Anexo:
Hubo dos vídeos que me produjeron una impresión muy grande en marzo. Uno lo publicó el periodista italiano David Carreta:
Y el otro fueron las imágenes de los camiones militares trasladando féretros a otras localidades para ser incinerados:
Quizás aquí se publicaros vídeos similares. Lo desconozco; yo no los vi.
Adenda: Un amigo me ha hecho llegar este trabajo que, en ciertos aspectos, contradice mi punto de vista: https://psycnet.apa.org/fulltext/2020-20168-001.html
9 Comentarios En "Ojos que no ven… la muerte"