Grotesco
Cuenta Rutger Bregman, en Humankind, que lo que Hitler esperaba del bombardeo de Londres por la aviación alemana era sembrar el caos. Generar desorden social. Provocar protestas. Socavar de ese modo la confianza de los londinenses en sus autoridades. Y convertir la metrópoli en un sálvese quien pueda. Pensaba que así desmoralizaría a los británicos y les haría perder la confianza en sí mismos. No funcionó. Las gentes de Londres respondieron con un elevado sentido cívico; en ningún momento se produjeron desórdenes, ni reinó el caos. Lo curioso es que, más tarde, los británicos cometieron el mismo error. Aconsejado por sus militares, Churchill ordenó bombardeos masivos sobre objetivos civiles. Los de Dresde han pasado a la historia por su dureza. Tampoco lograron su objetivo.
Esos y otros casos en circunstancias muy diversas son, según Bregman, ejemplos de la respuesta comunitaria que se produce ante situaciones de crisis general.
Aunque hubo excepciones –siempre las hay-, también nuestros conciudadanos respondieron con civismo a la orden de confinamiento en los hogares. Los contagios y de fallecimientos bajaron rápidamente, hasta cifras inferiores a las de casi todos los demás países de nuestro entorno.
Dos meses después del final del confinamiento y uno del levantamiento de la mayor parte de las restricciones, no podemos decir lo mismo. Es imposible estimar en qué medida ocurre, pero una parte de la ciudadanía no está respondiendo como lo hizo entonces. O bien no es consciente de la gravedad de la situación o, si lo es, entiende que resolverlo es cosa de los demás.
No soy optimista con la pandemia. Sospecho que, antes o después, la mayoría de quienes sean (seamos) susceptibles se (nos) acabarán (acabaremos) contagiando(nos) de Covid19. Me gustaría que esto fuese una predicción errada, pero me da la impresión de que nuestra relación con el Sars-Cov2 se acabará pareciendo a la que tenemos con los virus de la gripe, solo que con una letalidad más alta por unos años. Ojalá me equivoque.
No obstante, y a pesar de ese escepticismo, estoy convencido de la necesidad de cumplir las normas de higiene, distancia entre personas, uso de mascarillas y moderación en las efusiones propias del ocio. Porque, cumpliéndolas en su conjunto, el virus se expandirá a menor velocidad, de manera que el número de afectados crecerá más lentamente, los hospitales no se saturarán, el personal sanitario hará su trabajo en las debidas condiciones, dará más tiempo para disponer de mejores tratamientos y, con suerte, también para contar con algunas vacunas más o menos efectivas. Además, si no hay riesgo de que el sistema sanitario se tensione en exceso, las restricciones a la movilidad y la actividad que se implanten no serán tan frecuentes ni tan severas como lo fueron en los meses de marzo y abril. Y es, precisamente, mi miedo a que vuelvan las hospitalizaciones masivas, las muertes y las restricciones duras, lo que me lleva a desear que la gente cumpla las normas. Incluso aunque alguna de ellas sea de efectividad dudosa.
El virus sigue estando interesado en nosotros; por eso, los brotes de Covid19 se multiplican. Algunos tienen su origen en actividades laborales en las que se dan las condiciones propicias para que haya contagios. Es el caso de los temporeros o el de los mataderos. Un tercio de los contagios se han producido en esas circunstancias. También los hay fortuitos, debidos al simple hecho de que el virus no había desaparecido y, si bien, entre muy pocas personas, seguía circulando en la población.
Pero muchos otros brotes están vinculados al ocio, en especial a festejos a los que acuden muchos jóvenes. Al parecer un tercio de los contagios tienen su origen en esos festejos. Hay en los comportamientos que los propician rasgos adolescentes, propios de esa etapa vital. Pero el incumplimiento de las medidas preventivas no se limita a la adolescencia; se produce en todas las edades. No hay más que pasear por las calles, sobre todo las de bares y terrazas, para comprobarlo.
Quienes no respetan las normas, sean de la edad que sean, y salvo que tengan una justificación –que también los hay- no parecen estar dispuestos a hacer un esfuerzo del que quizás crean que no van a obtener ningún beneficio. Quizás se consideran invulnerables; o a lo mejor creen que, si las cosas se complican, a ellos no les va a tocar, porque para cuando percibiesen ese riesgo como real, tomarían las medidas adecuadas. Creo que no son conscientes del riesgo al que se exponen y exponen a los demás.
Con independencia, incluso, de la efectividad de la medida, el uso (sí o no) de la mascarilla y la forma (correcta o incorrecta) en que se usa, se ha convertido para mí en el termómetro del cumplimiento de las normas. Puede parecer trivial no usarla, llevarla por debajo de la nariz o en la barbilla. A mí no me lo parece y, de hecho, me resultan grotescas esas actitudes.
Si todo el problema consistiese en usar o no mascarilla, no me preocuparía. El problema es que esos comportamientos dan cuenta de una despreocupación más general. Transmiten, además, un mensaje peligroso, el de que se puede hacer prácticamente cualquier cosa (como, de hecho, se hace) y, por lo tanto, que se pueden incumplir las normas. Y de esa impúdica (en sentido estético y ético) exhibición, quienes asisten a locales de ocio nocturno, a bares atestados, a terrazas abarrotadas, a celebraciones familiares masivas o a grandes fiestas extraen la conclusión, quizás no del todo consciente pero sí acertada, de que las normas no se dictan para ser cumplidas.
Claro que en esta historia -que ya es trágica, no se olvide- no toda la responsabilidad es individual. Como apunté ya hace unos meses, la vuelta a una vida más o menos normal exigía que en diferentes niveles se ejerciesen y asumiesen las responsabilidades que corresponden a cada nivel. Las autoridades sanitarias apelan, con razón, a la responsabilidad personal. Pero hay otras. Esas mismas autoridades han tenido varios meses para organizar y adiestrar suficientes equipos de rastreo de contagios. Pero ahora los recursos con los que cuentan parecen mostrarse insuficientes.
Y qué decir de la intervención de agentes de la autoridad para recordar que ciertas actitudes son inaceptables porque ponen en peligro el bienestar, la salud y la vida de tantos. Se han permitido festejos en la calle a altas horas de la noche. En el interior de muchos establecimientos no se cumplen las normas de aforo y de uso de mascarilla. Chicos y chicas se reúnan en grandes cuadrillas sin guardar ninguna precaución. En algunos casos se les ha recordado que eso es muy peligroso; pero en la mayoría, no.
Nada de lo anterior obedece a una lógica, salvo la que dicta la indolencia. Cuando las autoridades tienen claro que ciertas normas se aprueban para ser cumplidas, ponen los medios para ello. A cualquiera que se le “olvide” pagar algún impuesto le sería recordado con carácter inmediato. Pero otras vulneraciones de la normativa no se persiguen. Quiero creer que esto ocurre en unos sitios y no en otros, y que las cosas no son en todas partes como las percibo en mi entorno inmediato.
A lo mejor es que en el fondo pocos nos creemos que la situación puede devolvernos a momentos ya superados. Quizás algunas autoridades piensen que con cierres parciales, limitaciones de movimientos y medidas similares puede controlarse la magnitud y velocidad de propagación de los nuevos brotes. En el peor de los casos quizás ya han asumido que volverán las hospitalizaciones y los muertos, pero que los hospitales esta vez podrán atenderlos sin la presión y la angustia de los meses de marzo y abril.
Por cierto, en septiembre reabrirán las escuelas, los centros de secundaria y la universidad.
No dejo de pensar que, por sus dimensiones, el contraste entre la (pequeña) magnitud del esfuerzo y coste necesarios para contener el avance de la pandemia ahora y la (enorme, quizás inasumible) magnitud del desastre que puede llegar a ocurrir es grotesco. Mucho más incluso que la visión obscena de la mascarilla en la papada. Esa imagen es, de hecho, epítome de la insumisión ante las normas o de la irresponsabilidad; a los efectos, lo mismo da.
Una pandemia tiene -como otros fenómenos en los que intervienen, interactuando, multitud de elementos- propiedades emergentes; son características que trascienden el nivel individual y que no tienen por qué ser predecibles por cada sujeto que interactúa; a veces tampoco por quienes los estudian. Pero lo cierto es que en virtud de esa condición, quien no ve venir el problema porque su actitud no tiene consecuencias inmediatas sobre él, lo acabará viendo antes o después, quizás demasiado tarde.
El bien aparente (la comodidad o el disfrute) de unos cuantos puede acabar poniendo en grave peligro las vidas de muchos y el bienestar de la mayoría. Es otro ejemplo magnífico, aunque triste, de la “tragedia de los bienes comunes”, porque lo que está en juego es la salud pública, un enorme bien común. Y las consecuencias de ponerlo en grave riesgo serían, potencialmente, dramáticas para todos.
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