Esta misma semana, en la comparecencia para informar de la situación de la pandemia de Covid19, Verónica Casado, consejera de salud de Castilla y León leyó, uno por uno, los nombres del personal sanitario de su comunidad que habían fallecido. Quería que esa lectura fuese un homenaje a cada una de esas personas. En varias ocasiones tuvo que dejar de leer porque no fue capaz de articular palabra a causa de la emoción. En el vídeo se recoge el momento.
Hubo quienes, ante las imágenes de la consejera emocionada, señalaron que no debería llorar quien era, en parte, responsable de las condiciones que habían conducido a que se produjeran aquellas muertes. En un contexto diferente, en Euskadi, un periodista llegó a preguntar a la consejera de salud del Gobierno Vasco en qué medida se sentía responsable de las más de 1.000 víctimas mortales (a día de hoy son 1.300) que había dejado la pandemia en nuestra comunidad en el momento que hizo la pregunta.
Más o menos por esos días, una campaña denunciaba que la falta de suficientes medidas de protección había colocado al personal sanitario en una situación de alto riesgo de contagio y que muchos habían muerto por esa causa. En España el número de sanitarios contagiados ha sido muy alto (más de 40.000 a día de hoy), y es más que probable que esa triste contabilidad obedezca a la insuficiencia de material de protección a disposición del personal y, en general, a las condiciones bajo las que han tenido que trabajar. Al calor de la campaña, hubo muchos reproches, la mayoría formulados de manera genérica, a los “responsables” de que se hubiese llegado a esa situación.
Nos preguntamos también ahora por el estado en que se encuentran las personas mayores en las residencias. No es una preocupación repentina, que haya surgido a cuenta de la crisis provocada por Covid19, porque cada cierto tiempo se formula alguna queja o denuncia sobre las condiciones de vida en alguna residencia. Pero el hecho de que muchos fallecimientos como consecuencia de esta pandemia hayan ocurrido en residencias nos ha hecho dirigir la mirada hacia esa parte de nuestra sociedad. No es tan fácil en este caso atribuir la responsabilidad a un agente concreto, personal o institucional, porque la casuística en el caso de las residencias es muy diversa; su dependencia, su gestión o, incluso, la misma aceptación por los familiares de quienes allí pasan los últimos años de sus vidas de las condiciones de la institución a la que los confían, puede entrañar un cierto grado de responsabilidad.
Estoy seguro de que a lo largo de estas largas semanas de confinamiento a muchos nos han asaltado dudas similares. ¿Qué se ha hecho mal? ¿Cómo se podían haber hecho mejor las cosas? ¿Hay responsabilidades concretas? ¿Quién o quiénes habrían de responder por la magnitud del desastre?
Puestos a identificar actuaciones que pueden valorarse, podemos empezar por las decisiones que ha tomado el gobierno español: ¿Pudo haber actuado antes? ¿Pudo haber parado antes el país? ¿Pudo haber adquirido más equipos de protección? También nos podemos hacer preguntas similares sobre las decisiones de las autoridades autonómicas: ¿Deberían hacer más pruebas de ARN viral de las que hacen? ¿Debían haber dotado a sus hospitales de más equipamiento? ¿Debían haber dotado de más personal médico y sanitario, en general, a sus centros de salud y hospitales? ¿Deberían tener más camas en cuidados intensivos? ¿Cuáles de esas decisiones las han tomado los actuales gestores? ¿Qué decidieron los anteriores? ¿Hasta cuándo habría de remontarse? Son cuestiones que se refieren tanto a decisiones de pura gestión como de gasto.
Tenemos una tendencia, seguramente lógica, a buscar culpables de las desgracias; en parte se debe a la forma en que entendemos elmundo, tratamos de atribuir agencia incluso a objetos inanimados. Hasta cuando se cae una grúa por un vendaval nos preguntamos si había pasado la correspondiente inspección, si algún responsable había hecho dejación de la responsabilidad, si ha habido negligencia. Nos cuesta aceptar que las desgracias pueden ser inevitables o dificilmente evitables. Por eso nos interrogamos e interpelamos a las autoridades.
Hace años se produjo en la Comunidad Autónoma Vasca un debate muy vivo acerca de la conveniencia de introducir un vacuna contra una variedad de meningitis bacteriana en el calendario de vacunación de niños y niñas de nuestra comunidad. Se habían producido dos o tres muertes infantiles. La vacuna se acabó incorporando a ese calendario, pero recuerdo bien que el consejero de salud de aquella época, hablando de esto, me dijo: ¿De donde te parece que debemos quitar el dinero? ¿Sustituimos una de las vacunas que están en el calendario? ¿Anulamos un tratamiento antitumoral? ¿Dejamos de comprar un aparato de resonancia magnética? ¿Cuántos muertos debemos poner a cada lado de la balanza? ¿Qué otros bienes sanitarios sacrificamos? No supe qué decirle.
Puede que no lo parezca, pero estas cuestiones y las preguntas que nos hacemos sobre las posibles responsabilidades que he dejado antes dichas tienen mucho que ver unas con otras. En todos los casos nos preguntamos acerca de la conveniencia de las decisiones que, por acción u omisión, han podido condicionar el balance de enfermos y muertos por la pandemia. Por no hablar de los efectos catastróficos de esta situación sobre la economía y sobre nuestras vidas en los próximos meses y años.
A la pregunta del consejero vasco muchos responderían que lo que habría que haber hecho era haber destinado más recursos a sanidad y menos a otras cosas. Dejo a quien esto lea que escoja entre gastar menos en el ejército, en la Casa Real o en los sueldos de los políticos a la hora de concretar por qué optaría cada uno. Pero me temo que esas son respuestas de las que H L Mencken diría aquello de que “there is always a well-known solution to every human problem –neat, plausible, and wrong[1]”. Dejaré una explicación detallada de esto para mejor ocasión, si es preciso.
En última instancia, se supone que todas las decisiones, presupuestarias o de gestión, se toman con el objetivo de que la gente tenga, en la medida en que tal cosa dependa de ellas, la mejor vida posible. Y concretando aún más, las instituciones acaban dedicando muchos recursos a salvar vidas: lo hacen al financiar la formación de personal sanitario, al invertir en infraestructuras de salud, al prevenir enfermedades conocidas, al mantener servicios e infraestructuras para o apagar incendios, al prevenir la comisión de delitos, al aprobar regulaciones para que los alimentos y otros productos sean seguros o al poner límites de velocidad en las autopistas. La lista podría alargarse más, porque, por ejemplo, una ciudadanía culta y bien formada tiene una mejor condición física y, normalmente, hábitos más saludables; de esa condición y de esos hábitos depende el estado de salud, por lo que las inversiones en educación también salvan vidas; de la misma forma que, por otras razones, lo hace la investigación médica, en particular, y científica en general.
Pero siempre llega un momento en que decidimos que no se debe gastar más dinero. Aún sabiendo que si se gasta más se conseguirían salvar más vidas, siempre llega ese momento en que se deja de gastar y, por lo tanto, se renuncia a salvar las vidas que hubiera ocasionado ese gasto adicional al que se renuncia. Cuando los efectos de esta pandemia se hayan atenuado, seguramente decidiremos dedicar más recursos a protegernos de futuras pandemias. ¿A costa de qué? ¿Qué otras partidas de gasto sanitario se suprimirán? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Y si la próxima pandemia grave llega dentro de otros 102 años?
En una crisis como la que vivimos, los responsables sanitarios de diferentes niveles han de tomar decisiones en circunstancias muy difíciles. Ahora ya no me refiero solo a decisiones económicas. Cada medida puede salvar unas vidas a la vez que provoca la pérdida de otras. Es como si se hiciesen triajes a gran escala, solo que se hacen en condiciones de mucha confusión, con escasas y dudosas evidencias científicas, y bajo una presión enorme. Es lógico que la labor de los responsables políticos se someta al escrutinio público. Es lógico que se valoren y enjuicien sus decisiones. Es lógico que se les exija la máxima diligencia y que decidan lo que decidan lo hagan basándose en la información de la que disponen y en buenas evidencias científicas. Y han de dar cuenta de las razones por las que toman unas decisiones y no toman otras. Esto es, han de actuar de forma transparente.
Los responsables unas veces aciertan y otras se equivocan; y otras veces es cuestión de grados o depende del bien que, cada uno de nosotros, pensemos que debe preservarse. De la valoración que hagamos se derivarán, o no, responsabilidades políticas. Lo que me cuesta es pensar que no actuan buscando el mayor bien posible, con independencia de su color ideológico. De hecho, la pandemia no parece haber dado la razón a los gobernantes de una u otra orientación política. Las cosas no han ido mejor o peor en esta o aquella comunidad autónoma. Ni parece que el color político de los gobiernos del mundo ha condicionado la macabra contabilidad de víctimas.
En la política y de la política viven algunos personajes detestables; pero con más o menos acierto, y sin descartar otras (no necesariamente egoístas) motivaciones, la mayor parte son personas movidas por la voluntad de mejorar las vidas de sus conciudadanos. Las lágrimas de la consejera de salud de Castilla y León son muestra de un dolor genuino, sincero. Salvo los familiares, amigos y compañeros fallecidos, dudo que nadie sienta más que ella la muerte de sus sanitarios. Creo que es de justicia reconocérselo.
Post scriptum: En una coyuntura como esta no solo cuentan las decisiones que buscan salvar vidas en este momento; como vimos antes, también nos debemos sentir concernidos por las que se puedan perder en el futuro, lo que complica mucho más las cosas. Eso por no extender el abanico de opciones a dilemas de otra naturaleza, como el que plantea el presidente del Banco Central de Alemania entre la vida y la dignidad.
[1] Para todos y cada uno de los problemas humanos siempre hay una solución que es clara, factible y equivocada.
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