La extrema derecha es hegemónica en unos pocos países europeos (Hungría e Italia –donde, además, gobierna—y Austria, Francia y Polonia), participa en el gobierno en algunos más (Finlandia, Bulgaria, Países Bajos hasta hace nada) y crece en casi todos, incluidos Alemania, España, Reino Unido, Rumanía y Portugal; en alguno de estos gobernará pronto.

Creo que el auge de la extrema derecha es, en última instancia, una de las manifestaciones de la crisis profunda que experimenta la civilización occidental, una crisis que ocurre a la vez que (y quizás como consecuencia de) una serie de innovaciones de efectos muy disruptivos. Me refiero a la accesibilidad al conocimiento gracias a Internet, a la forma de conocer mediante IA generativa, y a la irrupción del dinero electrónico y las criptomonedas. [Aquí una exposición extensa de esta idea]

Las primeras manifestaciones de esa crisis producen una gran incertidumbre económica y política, el colapso del sistema de valores heredado, y el cuestionamiento o desvanecimiento de las identidades colectivas tradicionales. Y se ha agudizado debido al efecto de la gran recesión (entre 2009 y 2014), la pandemia (2020-2022) y sus consecuencias posteriores en términos de crisis de suministros e inflación. En paralelo, el sistema político democrático sufre una severa pérdida de legitimidad.

Antes no vivíamos más seguros que ahora, no gozábamos de mejores condiciones de vida, no había menos corrupción, no éramos mejores –ni peores— personas. Pero vivíamos en un mundo más predecible, más confiable. Aborrecemos la incertidumbre; nos disgusta o incomoda la diferencia, y nos desasosiega la ambigüedad. Pero resulta que estos son tiempos de máxima –y multifacética—incertidumbre, de gran diversidad –cultural, sobre todo— y sin apenas verdades morales.

Antes, aunque no fuésemos muy conscientes de ello, nos sentíamos parte de una comunidad, era nuestro cobijo, y fuente de valores y cultura. Ahora la comunidad parece disolverse, desvanecerse; hay, en su lugar, algo a lo que llamamos sociedad, casi un artificio estadístico. 

En los Estados Unidos ha surgido una tecno-aristocracia con un poder muy grande y con la aspiración de eliminar las restricciones que opone el estado a su penetración social sin moderación de los contenidos que difunden sus plataformas digitales. Algunos de esos ‘señores del aire’ apoyan sin disimulo a los partidos de extrema derecha que crecen en Europa, con el propósito –explícito en algunos casos— de desmantelar el estado para que las fuerzas del mercado actúen sin control. Hay otros agentes muy poderosos que persiguen ese mismo propósito de desregulación a ultranza. Argentina quizás sea el experimento que más lejos ha llegado en esa dirección.

Dado este estado de cosas, no deberíamos descartar que ocurra uno de estos dos fenómenos: que se instalen en buen número de países regímenes totalitarios, o que el estado fracase y se convierta en estado fallido. En ambos casos, aunque bajo apariencias distintas, sus estructuras y sistemas de protección también correrían el riesgo de colapsar.

La historia nunca se repite, ni siquiera como farsa. Por eso carecemos de referencias o analogías válidas en el pasado. El futuro es inaprehensible. Y no se puede predecir, salvo por casualidad. Pero las tendencias que se observan son alarmantes. Europa no es lo que era. Occidente, tampoco. Por eso, quizás sería prudente empezar a pensar qué significaría vivir en un mundo sin el cobijo que nos proporciona hoy el estado. Y, conforme lo pensamos, deberíamos empezar a rumiar acerca del modo en que deberíamos actuar para procurarnos unas condiciones de vida dignas para nosotros y, sobre todo, para quienes nos sucedan.

No tengo muy claro cuál habría de ser el mecanismo, de qué forma podría hacerse, pero se me ocurre que la noción esencial es la de comunidad. Un conjunto de individuos con valores y rasgos culturales comunes –no excluyentes, pero con la coherencia mínima que sirvan para definir una identidad—que se organizan para prestarse apoyo y proporcionarse los servicios básicos –salud, formación, cuidados—sin los que no sería posible mantener una estabilidad básica existencial.

Nada de esto constituye ninguna novedad, por supuesto. De hecho, en Euskadi contamos con un modelo que puede servir de referencia. El sistema cooperativo genera actividad económica, proporciona formación, presta servicios financieros y ofrece un servicio propio de salud, entre otras prestaciones y funcionalidades.

Mustafa Suleyman, uno de los fundadores de DeepMind, de Inflection AI y director ejecutivo de Microsoft AI, advierte en The Coming Wave (2023) de los peligros existenciales a los que se enfrenta la humanidad debido a la emergencia de la IA Generativa y la biología sintética. Pero también señala que el abaratamiento de estas tecnologías y la extensión de su uso, además de los peligros que comporta, ofrece buenas oportunidades para que colectivos humanos bien organizados puedan servirse de ellas para generar aceptables condiciones de vida al margen de la deriva que puedan sufrir los estados nacionales. Esos colectivos bien podrían implantar sistemas crediticios, escuelas, cuidado sanitario, y servicios comunitarios.

Si combinamos el modelo cooperativo con el abaratamiento y accesibilidad de la prestación de una serie de servicios básicos en el seno de una comunidad preexistente, esta podría sustituir al estado y pasar a cumplir el papel que hasta ahora ha prestado este. Atrás quedarían los estados nación, tal y como los hemos conocido. Ante nosotros surgirían formas nuevas de autoorganización. Formas que recordarían más a las ciudades estado de la antigüedad, pero asentadas sobre potentes estructuras digitales de base comunitaria. Quizás esto solo sea un delirio, pero sospecho que las entidades políticas de hoy pronto se desvanecerán y que en su lugar surgirán nuevas –hoy desconocidas— estructuras.