No sabía de la existencia de Curtis Yarvin hasta que he escuchado, hoy mismo, una entrevista (aquí escrita) que el periodista David Marchese le ha hecho en el podcast The Interview, de The New York Times. Yarvin es ingeniero de computación (o de computadoras) (computer engineer) y lleva unos cuantos años publicando sus cavilaciones en su blog. Es, al parecer, uno de los personajes cuyas ideas están alimentando ideológicamente a la extrema derecha norteamericana. En la entrevista defiende la tesis de que los medios de comunicación de masas y el mundo académico han sido monopolizados por el pensamiento progresista y deben ser disueltos. Y que la democracia estadounidense es débil, porque las decisiones que toman los políticos son contrarias a los deseos de los votantes.

Philip Montgomery para The New York Times

Cree que la burocracia gubernamental debe ser desmantelada de raíz. Y que para ello, debe instaurarse una especie de monarquía en la persona de un CEO, que es la forma suave de llamar a un dictador. Sus propuestas se basan en una selección deliberada (cherry picking) de una serie de hechos históricos que convienen a sus ideas, en simplificaciones salvajes y en argumentos endebles y, por regla general, falaces.

Sostiene que George Washington actuó como un CEO, al igual que Franklin D. Roosvelt. Para ilustrar la superioridad de su modelo con respecto al democrático, afirma que Space X ha triunfado donde la NASA ha fracasado, y que el Departamento de Informática del Estado de California nunca habría desarrollado un ordenador como los que produce Apple. La razón, según su criterio, es que Space X y Apple son dirigidas por sendos CEOs con amplios poderes.

El argumento a favor de un dictador no es nuevo. Quienes promueven la idea de que una dictadura es mejor que una democracia lo hacen, a menudo, con el argumento de la eficacia. Defienden la falacia de que las democracias, con sus servidumbres populistas, sus sistemas de garantías, su burocracia y demás deficiencias, son mucho más ineficaces e ineficientes que las dictaduras.

Hay razones de fondo por las que eso no es cierto, o no lo es, al menos, en las democracias que funcionan razonablemente bien. Por un lado, la corrupción está mucho más presente en los sistemas autoritarios que en los democráticos. Pero más importante que lo anterior, en las democracias las políticas públicas son tentativas: están sometidas a contraste y, en función de sus resultados, pueden ser sustituidas por otras. En esa posible sustitución tiene una influencia decisiva la existencia de cauces para expresar la satisfacción o descontento con las políticas que se implantan. En una dictadura la disidencia está prohibida; por tanto, lo que no funciona no se denuncia y se perpetúa. Hay más razones, pero con las dos dadas –limpieza y posibilidad de crítica– es suficiente.

La propuesta de Curtis Yarvin me ha recordado la teoría política que expuso Thomas Hobbes en “El Leviatán”. Según el pensador inglés, es necesario que los países tengan una autoridad fuerte pues solo así se puede evitar la discordia y la guerra civil. Esa es la fuente de legitimidad de los gobernantes: ellos son los garantes de la convivencia pacífica. El Estado o la sociedad no pueden ser seguros a menos que estén sometidos a un soberano absoluto.

En el caso de Yarvin, no es la convivencia lo que ha de preservar el soberano, sino la eficacia. El monarca puede tomar decisiones sin necesidad de respetar normas, cautelas y procedimientos de control. Esgrime, falazmente, la burocracia como una de las lacras de los sistemas democráticos, garantistas, para defender, en su lugar, los sistemas autoritarios, sin cortapisas.

El régimen franquista no estaba desprovisto de burocracia, como no lo está ninguno de los sistemas autoritarios que existen. Y sin embargo, son sistemas más corruptos, porque la corrupción conviene al poder; el gobernante se vale de ella para generar en su entorno una camarilla adepta y, llegado el caso, utilizarla para desprenderse de quien deja de ser útil o necesario. Y la corrupción es enemiga de la eficiencia y de la eficacia.

Por eso es importante denunciar los cantos de sirena de quienes promueven sistemas autoritarios basándose en la necesidad de ganar eficacia y perder burocracia. Y a la vez que se denuncian, también es importante socavar su credibilidad. Más eficaz que denunciar los cantos de sirena es, de hecho, desproveerlos del fundamento que puedan tener. La reducción de la burocracia –o, al menos, el control de su crecimiento– se convierte, por ello, en una obligación política y, a mi juicio, moral.

La Administración Pública y los servicios que se prestan a la ciudadanía deben ser eficaces y ágiles. Para ello, debemos buscar fórmulas que permitan conjugar dos aspectos: por un lado, las garantías que eviten la corrupción y, por otro, el alivio sistemático y racional de la carga burocrática que sufren quienes trabajan para los servicios públicos y quienes los reciben.

Para luchar contra la burocracia no hay por qué recurrir a una dictadura. Sería como tratar de apagar un fuego con gasolina. Oponerse al Leviatán de la burocracia no tiene por qué conllevar erigir el Leviatán, tan enorme como perverso, de la dictadura.