Rechazamos a los emigrantes, aunque no deberíamos hacerlo
Centenares de personas, quizás miles –me temo que esa macabra contabilidad no es practicable con garantías – mueren cada año intentando llegar a las costas meridionales de Europa.
En 2018 alrededor de 260 millones de personas vivían en países distintos de los que nacieron; nunca en la historia de la humanidad había ido tanta gente a vivir lejos de su lugar de nacimiento. De esos 260, más de 70 millones han tenido que abandonar su lugar de origen huyendo de conflictos, violencia o vulneraciones de derechos humanos. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) hay 26 millones de refugiados (el 10% del total de emigrantes). Y 3,5 millones de los desplazados son solicitantes de asilo.
Esas cifras no han dejado de crecer ni dejarán de hacerlo en las próximas décadas. Los emigrantes soportan el rechazo, más o menos intenso, de los naturales de los lugares en que se asientan. Por eso es conveniente caracterizar las razones de la hostilidad, las ideas que anidan en la mente de las personas, que hacen que se produzca y que lleguen a convertirlo en un factor decisivo en la vida social y política.
Existe una causa primordial, básica, para el rechazo. Como indiqué en una conjetura anterior, experimentamos un sentimiento “que nos conduce a rechazar al otro, al que no forma parte de nuestro grupo. Es un sentimiento universal; es parte de nuestra naturaleza y tiene hondas raíces evolutivas. Las mismas tendencias prosociales que favorecen la cohesión del grupo al que pertenecemos provocan el rechazo de quienes no forman parte de él. En nuestra historia los otros han sido normalmente fuente de peligros más que de beneficios. Y hemos generado mecanismos de rechazo.”Tendemos a justificar ese rechazo de formas diversas. Los psicólogos que lo han estudiado han encontrado que, por norma, los grupos socialmente dominantes tienden a creer que el suyo es un grupo superior y con derecho, por lo tanto, a disfrutar de ciertos privilegios. Por esa razón, si creen que han de sacrificar parte de sus recursos o si ven peligrar su forma de vida, reaccionan rechazando a quienes ven como una amenaza.
En esas actitudes tiene mucha importancia la creencia generalizada en la noción de la “suma cero”. Los que creen en esa noción piensan que el volumen de recursos disponibles es constante y que, por lo tanto, un aumento en el número de personas que compiten por ellos, conlleva necesariamente el riesgo de ver disminuir “su” parte. El argumento de “suma cero” carece de justificación, porque los recursos no se encuentran en cantidades fijas y constantes. Pero es una idea muy extendida en las sociedades occidentales y muy promocionada, por cierto, por las organizaciones de izquierda. Por esa razón, los extranjeros pobres se enfrentan al dilema de “maldito si lo logra, maldito si no”: cuando les va bien, se les acusa de haber reducido los trabajos y oportunidades a que tienen acceso los naturales; pero si les va mal, se les reprocha el aprovecharse de los recursos de todos para el socorro social.
Los juicios erróneos en relación con los recursos disponibles, así como sobre la amenaza que suponen los emigrantes, se exacerban en tiempo de recesión económica o cuando aumenta la incertidumbre acerca de lo que deparará el futuro. Bajo esas circunstancias, la demanda de igualdad de derechos para todos actúa, incluso, aumentando la hostilidad hacia los foráneos por parte de los naturales más reacios a su aceptación.
No es solo el factor económico. Las violaciones que sufrió la pasada semana en Bilbao una joven de 18 años han provocado, como es natural, una indignación comprensible, la exigencia de que los violadores sean castigados por las atrocidades cometidas, y que se tomen medidas para minimizar el riesgo de que atentados como esos se repitan. Pero ha habido más. En ciertos medios de prensa (no los enlazo para no alimentar a la bestia) y en redes sociales de internet (muy especialmente el estercolero que es la red de redes), se pone el foco en el origen étnico de los presuntos violadores.
Es ese un camino muy peligroso. No sé si hay estadísticas fiables al respecto. Pero no me extrañaría que jóvenes de procedencia magrebí cometan, por comparación a su proporción en la población, más delitos, en general, y más agresiones sexuales y violaciones, en particular, que los naturales del país. Pero si así fuese, eso no anularía el hecho de que entre nosotros viven en paz y trabajan honradamente miles de emigrantes magrebíes, y que su contribución enriquece nuestra sociedad de diferentes formas. Y tampoco anularía el hecho de que las razones por las que unos u otros cometen delitos nada tiene que ver con su pertenencia a un grupo étnico determinado y mucho con factores que igualmente pueden afectar a jóvenes -y no tan jóvenes- compatriotas.
Se engaña –en algunos casos creo que conscientemente, incluso- quien pretende justificar su rechazo a los emigrantes pobres sobre la base de factores económicos o sociales como los citados. Los rechazamos porque estamos programados para ello y los consideramos una amenaza a nuestro estatus y modo de vida. Pero merece la pena hacer el esfuerzo de racionalizar esos sentimientos y someterlos al cedazo de la prueba. Nos va mucho en ello, tanto en el orden moral como en el social y económico.
Dicho lo anterior, no hay recetas simples para neutralizar o minimizar la hostilidad hacia los emigrantes pobres. Pero está claro que la mera reivindicación de igualdad de derechos para todos no es suficiente. Es preciso implantar políticas de inmigración que tengan en cuenta la capacidad de la sociedades para integrar gentes procedentes de otros países, evitando el riesgo de formación de guetos marginales. Pero eso es difícil.
Es necesario, también, reconocer a los extranjeros los mismos derechos que a los nacionales en cuestiones básicas, como salud y educación. Pero eso tiene costes y hay que saber explicar a la gente que esos costes se ven de sobra compensados por beneficios sociales y económicos muy superiores.
Y por último, es muy importante hacer pedagogía: el argumento de la “suma cero” es peligrosamente falaz. La llegada de personas con empuje y determinación, como suelen ser los emigrantes, puede ser motor de progreso económico. Pero eso deja de ser cierto si el fenómeno migratorio propicia la formación de guetos, con los problemas de marginación social y de alteración de la convivencia que comportan. También eso ha de ser tenido en cuenta y evitarse.
Y por supuesto, hay que hacer lo posible para evitar los centenares o miles de muertes a los que me he referido al comienzo de esta nota. Por compasión.
Nota: Esta es, muy retocada, la anotación El rechazo al inmigrante que publiqué hace exactamente cuatro años en mi blog personal de entonces Un tal Pérez.
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