No me atrevo a decir que necesito vacaciones
Hoy empiezo, por fin el periodo más largo de inactividad laboral de que he podido disfrutar en, al menos, los dos últimos años. Si no hay imprevistos, las próximas dos semanas no daré un palo al agua, al margen, lógicamente, de las tareas del hogar. Durante los dos o tres últimos años no he pasado más de cinco días seguidos sin trabajar. Nunca había trabajado tanto ni tan de seguido, ni siquiera en los años de la tesis o los inmediatos siguientes. No me ufano por esto; lo digo con pesar. Preferiría trabajar menos; mejor dicho, preferiría no tener que trabajar.
Como esto no tiene por qué interesar a nadie, se preguntarán ustedes a qué viene. Pues bien, tiene que ver con algo que, cada vez que oigo, me suscita la misma incógnita. Se trata de eso de que “necesito unas vacaciones” (antes de cogerlas), o “ya era hora, necesitaba unas vacaciones” (después). La última vez que se lo oí a una amiga se lo pregunté: “¿De verdad? ¿Necesitas unas vacaciones de verdad? ¿Y si no las tuvieses nunca?”
Cuando oigo hablar de esa necesidad me acuerdo de los padres. Durante bastantes años no cogieron vacaciones. Era cuando vivíamos en Salamanca. Al llegar los meses de verano, cuando el hermano y yo acabábamos el curso escolar, los padres nos enviaban al pueblo de la madre, al del padre o alternábamos la estancia en ambos; allí qudábamos, al cuidado de las abuelas. Eran los días más felices del año. Pero ellos se quedaban trabajando en casa, confeccionando prendas de punto con máquinas de tejer. Se las encargaban vecinos y familiares, y les aportaban unos ingresos extra, a añadir al sueldo del padre.
Las primeras vacaciones las cogieron cuando nos trasladamos a Bilbao y luego a Santurce. Todos los meses de agosto viajaban a Vega de Tirados, Salamanca, donde acabaron construyendo una pequeña vivienda para veranear, primero, y pasar allí la parte más cálida y seca del año, después.
También recuerdo al abuelo materno. Nunca se fue de vacaciones. Salvo los años de soldado en África, de los que nunca contó nada, vivió toda su vida, hasta poco después de jubilarse, atado a las cuatro reses que tenía y a una huerta de dimensiones más bien modestas, pero bastante productiva. También cultivaba pequeñas parcelas de cereal. Del abuelo paterno -sastre en Villar de Peralonso, Salamanca- no me acuerdo apenas, porque murió siendo yo muy pequeño. Las abuelas, ambas, se dedicaron a las tareas domésticas y, una de ellas, la paterna, al cuidado de un pequeño huerto. Ninguno de ellos supo en qué consistían unas vacaciones.
He leído hoy un artículo en The Conversation en el que se explica con todo detalle fisiológico -dopamina incluida- por qué son necesarias las vacaciones. Conforme lo leía no dejaba de recordar a los padres y los abuelos. Es cierto que nosotros -yo, al menos, sí- vivimos al límite, dilatando el tiempo al máximo, aprovechando casi cada minuto, y que el abuelo materno, sobre todo en invierno, se tomaba las cosas con otra parsimonia. No así el padre y la madre -sobre todo la madre- cuando los plazos de entrega de las prendas estaban a punto de vencer y había que tejer a horas impías.
Claro que me hace feliz poder coger unos días de asueto, y dedicarme a pasear y a leer. Me gustaría, como ya he dicho, no tener que trabajar. Si, por las razones que fuere, tuviese que prescindir de las vacaciones, me llevaría un disgusto, desde luego, pero se me ocurren desgracias bastante peores; esa es la verdad. No me atrevo a decir que las necesito.
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