Propósitos para vivir (So it goes, y II)
Decía hace unos días que moriremos y de nosotros no quedará nada. Nuestros afanes son vanos y nada tiene sentido. Casi nadie se acordará de lo que hagamos cuando hayamos muerto, nadie lo hará unos pocos años después. Sin embargo, también decía que otra cosa es cómo reaccionamos cada uno ante ese hecho fundamental. Esta es la cuestión. Yo creo.
Cuando nos invaden esos pensamientos y los sentimientos colindantes, es fácil pensar que la mejor forma de actuar es tratar de disfrutar al máximo y evitar en la medida de lo posible el sufrimiento. O, para qué negarlo, también podrían asaltarnos deseos suicidas. No me veo en ninguna de esas dos tesituras.
A Luisma Escudero mi mensaje le pareció pesimista.
A mí no me lo parece.
Que la vida y nuestros afanes carezcan, en lo esencial, de sentido no quiere decir que no tratemos de darles un propósito. No hay ninguna razón que haga de nuestra existencia un hecho trascendente; eso es lo que quiero decir con que la vida carece, en lo esencial de sentido. Que te recuerden o no, es del todo anecdótico. Pero eso no impide que demos un sentido a la vida con nuestras actuaciones, nuestros hechos. Y tampoco impide que intentemos disfrutar de algunos de los placeres que nos puede proporcionar, de esas pequeñas cosas.
Disfrutando, como nos ocurre a algunos (quizás a muchos), de más bienes que los estrictamente necesarios para vivir –y para vivir relativamente bien–, no me atrae el propósito de seguir aumentando mi bienestar personal. Quizás debería pensar más en la vejez y sus servidumbres, pero no lo hago con el suficiente ahínco, creo.
He sufrido algunos reveses en la vida, pero sus efectos se han visto compensados con creces por el reconocimiento en el ámbito en que me muevo y el afecto de las personas –familiares, amigos y compañeras de trabajo– con las que convivo y trabajo. La vida, en ese sentido, no me debe nada. Hasta ahora he sido muy afortunado con el billete que me tocó en el sorteo; no me puedo quejar.
Por eso, mi deseo para los próximos años consiste en actuar de forma que mi existencia contribuya a hacer más grata y enriquecedora la vida de mis coetáneos –con preferencia la de quienes más quiero– y la de quienes nos sigan, a la vez que me permito algún que otro modesto lujo, como la satisfacción de escribir y contar cosas que me apasionan, y disfrutar de pequeños placeres cotidianos, como las sobremesas con tertulia, el vermú en la terraza del bar de abajo, los paseos por la naturaleza –o, más bien, esas versiones humanizadas de la naturaleza de que nos hemos rodeado–, o mis lecturas. Si soy capaz de llevarlos a la práctica, siquiera parcialmente, los años que me queden merecerán la pena.
He tenido la suerte en la vida de haberme rodeado, sin proponérmelo, de personas amables que tratan de ser agradables y de hacer la vida satisfactoria a las demás. No todas, pero la mayoría son mujeres; siempre tienen una sonrisa y siempre es manifiesta su disposición a echarme una mano. Envidio esa actitud, ese talante del que carezco. Disfruto, además, de la amistad de personas muy generosas, mucho más de lo que yo llegaré a ser nunca. Me conmueve su generosidad. A unas y a otras les estoy muy agradecido, y nada me gustaría más que parecerme a ellas, siquiera sea un poco. Son personas como estas.
El futuro también me interesa. Me preocupa lo que pueda deparar a quienes nos sigan. El mundo se ha enredado mucho, y me abruma el legado que vayamos a dejarles. Últimamente he leído acerca de lo que le debemos a las próximas generaciones y lo que podemos hacer para satisfacer esa obligación. Sí, creo que tenemos una obligación para con ellas, de una forma equivalente a como la tenemos para con todas las personas que viven hoy. Soy escéptico con respecto a nuestra capacidad real para incidir en el devenir de la humanidad, muy escéptico, de hecho, pero tras la lectura que he enlazado antes (What We Owe The Future, de William MacAskill) el escepticismo, sin haberse desvanecido, se ha encontrado con un poderoso motivo para esconderse.
No quiero decir que en adelante vaya a adscribirme a alguna organización política o de otra clase. Mi activismo, si llegase a merecer tal consideración, se limitaría a actuar en el ámbito privado y, si acaso, a mis escritos. Hace años perdí toda confianza en las organizaciones, sean del tipo que sean. Su razón de ser acaba siendo garantizar la existencia, la permanencia en el tiempo; todas las organizaciones devienen monstruos posdarwinianos. Además, mi temperamento antigregario, individualista incluso, es difícilmente compatible con la pertenencia a un grupo organizado.
Somos, cada uno de nosotros, un accidente extraordinariamente improbable, un pedazo de materia autoconsciente que necesita engañarse a sí misma para sobrellevar el sinsentido de su existencia. Pero que la vida carezca de sentido no significa que no se lo podamos dar. Merece la pena intentar que los demás vivan mejor, los más próximos, en el espacio y tiempo sentimental, y los más lejanos también. So it goes.
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