El 31 de diciembre de 2019, el día en que, oficialmente, esta pesadilla empezó, desee un feliz año nuevo, como acostumbro desde hace tiempo, con estas palabras:
«El futuro está abierto. No está predeterminado y no se puede predecir, salvo accidentalmente. Las posibilidades que encierra el futuro son infinitas. Cuando digo ‘tenéis el deber de seguir siendo optimistas’, no sólo incluyo en ello la naturaleza abierta del futuro, sino también aquello con lo que todos nosotros contribuimos a él con todo lo que hacemos: todos somos responsables de lo que el futuro nos depare. Por tanto, nuestro deber no es profetizar el mal, sino, más bien, luchar por un mundo mejor.»
«El mito del marco común», Karl Popper
No se me ocurre mejor forma de desear lo mejor para el próximo año a todos los que queremos un mundo mejor y creemos trabajar para conseguirlo. El 31 de diciembre de 2020, sin embargo, no desee un nuevo año feliz de esta forma. Creo que no dejé nada por escrito. Quiero ahora recuperar la práctica.
En el momento de escribir estas líneas la preocupación, la incertidumbre y el desconcierto se han adueñado del ánimo de la gente. Hace un par de meses nos las prometíamos felices. Pensábamos que, por fin, después de dos años difíciles, dolorosos para mucha gente, podríamos celebrar estas fiestas con cierta tranquilidad. No ha podido ser y ha cundido el desánimo. No vemos cuándo llegaremos a la salida, si es que tal cosa es posible.
Pero es precisamente en momentos como el que vivimos ahora cuando cobra mayor sentido pensar en el futuro como en un escenario abierto, impredecible. Es en momentos como este en los que debemos ser optimistas. No se trata de serlo prescindiendo del panorama que nos rodea, no se trata de ser optimistas por experimentar esa sensación ilusoria que nos impulsa a pensar que las cosas, porque sí, van bien o van a ir mejor. El optimismo que invoco es proactivo, se basa en la convicción de que por grandes que sean los obstáculos que nos opone la realidad, los seres humanos tenemos recursos y voluntad para hacerles frente contribuyendo a él con lo que hacemos, y luchando por un mundo mejor, como escribió el filósofo austriaco.
Aunque carezco de estadísticas desde que me mudé a este sitio web, sé que este es un blog de pocos lectores. Muchas veces pienso si merece la pena dedicarle los escasos ratos de asueto de que dispongo para dejar por escrito las conjeturas que surgen en el desván de mi cerebro y pugnan por salir. Hay ocasiones en que creo que no. Pero, a veces, alguna persona se dirige a mí para decirme que ha leído tal o cual entrada y que piensa esto o aquello, y, en cualquier caso, que lee mis conjeturas con interés.
Hace medio año recibí un mensaje. Su remitente, V, me contó una historia. Había sufrido un accidente cerebrovascular y estaba inmerso en una difícil, ardua, recuperación. Pensaba, incluso, que no lograría alcanzar un nivel próximo al que disfrutaba antes del accidente. A día de hoy sigue en el proceso. Tiene dificultades, por supuesto, pero su neurólogo y su logopeda, entre otros especialistas, están haciendo un buen trabajo, exigente, y él lo está haciendo excelente. Lo sé por su mensaje y me consta por lo que me cuenta una amiga común.
Traigo este caso aquí (espero que V perdone mi atrevimiento), porque hay dos moralejas en él. Una de las tareas que, al parecer, ejercita como parte de su trabajo de recuperación consiste en leer mis conjeturas y también lo que escribo sobre ciencia. Mis textos breves le resultan estimulantes; dice que le hacen repensar temas que le interesan. Y para él, su lectura constituye un estímulo, un incentivo, que ayuda a la recuperación de sus capacidades cognitivas.
De ese hecho extraigo la primera moraleja. Cada vez que dudo de la conveniencia de escribir estas conjeturas recuerdo los comentarios que me hacen personas a las que solo conozco de vista o amistades, en general comentarios agradables, aunque sea para manifestar desacuerdos. Pero sobre todo recuerdo lo que me dijo V en su mensaje. El simple hecho de saber que hay una persona cercana para quien mis conjeturas son más valiosas que un mero ejercicio de solaz o motivo de reflexión, que pueden contribuir a mejorar su vida, pienso que han merecido la pena todos y cada uno de los minutos dedicados a redactar estos textos.
La segunda moraleja se refiere a él, a V, porque pone en práctica el dictum popperiano. De no ser optimista no se esforzaría, no lucharía por recuperarse y volver a ser la persona que fue. Lo hace porque el futuro no está escrito, porque no vivió el accidente cerebrovascular como una condena, sino como un contratiempo, severo, pero no definitivo.
V ha tenido suerte en varias cosas, seguramente la más importante ha sido el apoyo de su familia y las personas más cercanas a él. Y la ha tenido también por contar con una sanidad con profesionales de primer nivel. Por ello, su experiencia no es trasplantable milimétricamente a cualquier otro contratiempo grave, por supuesto. Pero, sin perder eso de vista, la moraleja que extraigo es que, salvo circunstancias realmente excepcionales, casi siempre hay forma de incidir en la marcha de las cosas, de influir en lo que el futuro nos depare. Por eso, prefiero pensar en el futuro como un espacio por construir, en vez de un mero espacio por llegar, un porvenir.
La situación actual se presta al desánimo, pero insisto en que hay razones para el optimismo. Anteayer dejé escrita mi visión de algunos aspectos desconcertantes de la marcha de la pandemia. Tenía razones personales para pensar que el pesimismo que nos rodea no está del todo justificado. Escribí acerca de los contagiados asintomáticos por una experiencia cercana.
Un familiar muy próximo vive en una residencia de personas mayores -es un anciano de 87 años con enfermedad de Parkinson y facultades cognitivas bastante deterioradas-. El pasado día de Nochebuena se detectó en la residencia un brote de contagios de covid. Otro residente con algún síntoma leve había dado positivo en el test de antígenos. Resultó que en la planta en la que se encuentra la habitación de mi familiar varias personas dieron, a su vez, positivo. Él era una de ellas. Ha pasado una semana y ninguno de los residentes contagiados ha desarrollado síntomas. No descarto que él, a pesar de haber transcurrido una semana, los acabe teniendo pero, por el momento, no los tiene.
Lo más asombroso es que cuando le administraron la primera y segunda dosis de la vacuna, él fue de los pocos en la residencia que no desarrolló anticuerpos. Se encontraba, entonces, muy débil. Su defensa frente a los virus se ha basado, seguramente, en la inmunidad celular. El caso de mi pariente y sus compañeros de planta me ha hecho ver que puede haber un porcentaje de población enorme que se ha contagiado con coronavirus pero que, al haberse vacunado, no ha desarrollado la enfermedad. Serían esas personas cuya condición no se detecta y que están alimentando una expansión rapidísima de la pandemia.
Esa es la parte negativa de la historia. La positiva, quiero creer, es que todas esas personas ya están protegidas frente a las variantes actuales y que cada vez quedan menos que no lo están. Y que gracias a las vacunas miles, millones de personas están superando una situación difícil sin daño grave para su salud.
Nadie puede tener garantía de no contagiarse ni de no enfermar; y es posible que los ingresos en UCIs sigan subiendo y coloquen a los hospitales bajo tensión extrema. La atención primaria se encuentra en situación muy difícil; basta intentar ser atendido por teléfono o pedir cita para comprobarlo. Pero soy moderadamente optimista. Quizás me equivoque, pero aunque así sea, creo que hay razones para pensar que la situación actual no se prolongará demasiado en el tiempo. Quizás esto sea poco consuelo para quienes ya han sufrido el golpe de esta sexta ola o para quienes ven peligrar su medio de vida. Pero es a lo más que podemos aspirar. No es poco.
Les deseo a todos ustedes un buen 2022. Yo suelo decir que me conformo con que sea razonablemente bueno. El futuro sigue estando abierto.
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