Como propuse aquí hace unos días, la maldad y la bondad son cualidades relativas. No hay un baremo absoluto de maldad o bondad independiente de la referencia que suponen los demás. Son categorías morales, y la moral es de naturaleza social. La moral está al servicio del grupo. En todos los grupos humanos se produce una tensión entre las tendencias egoístas, que buscan el beneficio propio, y las altruistas o prosociales, que propician un funcionamiento social armónico.
Los estándares morales varían entre culturas y periodos históricos. Hay actos que hoy consideramos neutros y que hace tan solo unas décadas eran moralmente reprobables. Pero que haya variaciones de origen cultural en las intuiciones morales no quiere decir que estas carezcan de bases objetivas. Jonathan Haidt, por ejemplo, sostiene -en The Righteous Mind, en especial- que las fuentes de moralidad son innatas y universales, porque tienen valor adaptativo. Las diferencias entre individuos, culturas y épocas obedecerían, por tanto, a la importancia relativa que cada una de esas fuentes tiene en función de las circunstancias o, incluso, del carácter de cada individuo.
¿Hay cambios a lo largo de la historia en los principios morales? ¿Es posible el progreso moral? ¿Puede, incluso, cambiar con el tiempo la calidad moral de la gente?
Si nos remontamos lo suficientemente atrás en la historia humana, parece bastante claro que ha habido cambios profundos, cambios que cursaron a lo largo de generaciones. Durante el Pleistoceno y comienzos del Holoceno, cuando el sedentarismo no había dado lugar a la creación de estados con una fuerte estratificación social, los grupos habrían sido eminentemente igualitarios, de forma similar a como lo son los pocos grupos humanos actuales que viven de la caza y la recolección.
Sin embargo, la aparición de los primeros estados, ligados a la agricultura de cereales y la ganadería acompañante, tuvo como consecuencia, según autores como Jared Diamond (en Guns, Germs and Steel y The World Until Yesterday) o James C. Scott (en Against the Grain), una transformación radical en la forma en que se organizaban los grupos y ocasionó, además, un empeoramiento severo de las condiciones de vida y la salud de la gente. Una parte importante del trabajo pasó a ser realizado por el grupo de personas más numeroso y de inferior condición, esclavos en muchos casos. Como consecuencia, surgieron grandes diferencias entre unas personas y otras en todos los órdenes de la vida.
Según Karen Armstrong (en A History of God), la reacción frente ese estado de cosas llegó en diferentes etapas a lo largo del primer milenio a.e.c., durante la denominada Era Axial, cuando las grandes figuras espirituales de Oriente y los profetas bíblicos empiezan a promover la compasión por los desamparados. El que todas las personas fuesen dignas de compasión habría sido la semilla de la que germinaría la noción, formulada de modo explícito en el Nuevo Testamento, de la igualdad esencial de todos los seres humanos.
Hubo que esperar a la Ilustración para que se dotase a ese principio de significado político. A partir de entonces, a todos los seres humanos se les empieza a considerar sujetos de iguales derechos y así ha venido siendo reconocido en la legislación de un número creciente de estados. Ese estatus ha tenido consecuencias nítidas sobre la vida de la gente.
Desde una perspectiva diferente, otros autores han defendido la idea de que las sociedades humanas, al menos desde la Ilustración, progresan en varias dimensiones, incluida la moral. Michael Shermer (en The Moral Arc) argumenta que el comercio y la alfabetización que ocurrieron en paralelo a la Revolución Industrial generaron un efecto Flynn moral. Añade que el progreso de la democracia en el mundo, combinado con la extensión de los derechos humanos y las libertades civiles ha conducido al mayor grado de florecimiento humano de la historia. Shermer, no obstante, no descarta que no pueda tener vuelta atrás.
El psicólogo Paul Bloom también atribuye al progreso intelectual un efecto positivo sobre la moral. En Just Babies: The Origins of Good and Evil, propone la existencia de dos fuentes básicas de moralidad. Afirma, por un lado, que los bebés son animales morales, dotados por naturaleza de empatía y compasión, capacidad para juzgar la acción de otros e, incluso, una comprensión rudimentaria de la justicia y la ecuanimidad. Y por el otro, sostiene que una segunda parte de nuestra moralidad surge en el curso de la historia humana y del desarrollo individual. Es el producto de la compasión, la imaginación y la capacidad para razonar. Por lo tanto, atribuye a la historia humana y la personal un papel en la mejora moral gracias, entre otras cosas, a la razón.
En su alegato en contra de la empatía, Against Empathy: The Case for Rational Compassion, Bloom abunda en lo anterior. Afirma que la inteligencia no solo está relacionada con el éxito, sino que también lo está con el buen comportamiento, quizás porque las personas más inteligentes tienden a ser más cooperativas, probablemente porque la inteligencia ayuda a valorar los beneficios de la coordinación a largo plazo y a considerar el punto de vista de los demás. Dice que, aunque la razón y la racionalidad no son suficientes para ser una persona capaz y buena, cuanta más razón y racionalidad, mejor persona se tiende a ser.
Más compleja, y quizás más interesante, es la propuesta de Joseph Heinrich y colaboradores. Según ellos, ciertas normas dictadas por la Iglesia Católica a partir del siglo VI para evitar el incesto generaron las condiciones que han propiciado una prosocialidad que tiene al individuo, y no al clan, como destinatario. Como consecuencia de esas normas, en las sociedades occidentales se difuminó la estructura social basada en los vínculos de parentesco, por lo que la gente tiende a ser más individualista, independiente y prosocial de una forma impersonal, a la vez que muestra menor conformidad y lealtad para con el grupo al que pertenecen. Lo importante, a los efectos que aquí nos interesan, es que esa prosocialidad impersonal ha conllevado unas normas morales centradas en el individuo y su dignidad, y menos orientadas a preservar la lealtad y cohesión del clan familiar. Esa diferencia estaría en la base de la distinción entre las llamadas culturas de la dignidad, centradas en el individuo, y culturas del honor, centradas en el clan.
Pero no todos los autores comparten esos puntos de vista. Según el filósofo británico John N. Gray (si mal no recuerdo, en Straw Dogs: Thoughts on Humans and Other Animals y The Silence of Animals: On Progress and Other Modern Myths), el humanismo -la corriente de pensamiento dominante desde la Ilustración- se basa en el meliorismo, una creencia utópica según la cual los seres humanos no estamos limitados por nuestra naturaleza biológica, sino que estamos convencidos de que los avances en ética y política son acumulativos, y que pueden alterar y mejorar la condición humana, de la misma forma en que los avances en ciencia y tecnología han mejorado las condiciones de vida. Gray sostiene, por el contrario, que la historia no es progresiva sino cíclica y que la naturaleza humana constituye un obstáculo al progreso ético y político.
Tengo sensaciones encontradas en relación con esta disyuntiva. Durante gran parte de mi vida he sido un firme defensor de la idea del progreso, del meliorismo, de hecho. Pero leyendo a Gray no puedo evitar que me venga a la cabeza el caso, por ejemplo, de la antigua Yugoslavia, un país que había alcanzado un notable nivel de progreso pero que se precipitó en unas pocas semanas en una serie de guerras a finales del siglo XX que mostraron la peor versión de nuestra especie. Y si repasásemos la hemeroteca reciente, encontraríamos no pocos episodios en los que ciudadanos occidentales de diversas extracciones sociales y profesiones adoptan comportamientos morales que juzgaríamos absolutamente impropios del siglo XXI. Da la impresión de que la civilidad y ética que parecen adornar a nuestras sociedades no son sino un barniz que salta descascarillado en cuanto algún conflicto a causa de factores económicos o identitarios no encuentran el cauce debido para su gestión y eventual resolución.
Al fin, también es cierto que, si dirigimos la mirada al pasado, tengo muy claro que no preferiría haber vivido en ningún momento anterior en la historia de la humanidad.
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