Los costes de la incultura científica
Hoy he entrado en nuestra local tavern a pedir una consumición para sacarla a la terraza en los soportales de la plaza. Mientras esperaba al tabernero, he captado retazos de una conversación entre lo que parecían ser miembros de una familia o un grupo de amigos. Estaban de sobremesa, charlando animadamente. De entre las perlas que han dejado me ha impactado, especialmente, esta: “Bah, sí, algunos se ponen muy enfermos, pero son muy pocos…”
Nada de lo que les he oído –sobre la pandemia, claro- resistía el más mínimo análisis crítico. Y no eran ideas anticientíficas o negacionistas al uso. No. Eran ideas erróneas, lisa y llanamente equivocadas. Reflejaban un desconocimiento total del carácter científico de lo que sabemos acerca de la Covid19 y del SARS-CoV-2, y una incomprensión absoluta de la forma en que se genera el conocimiento. No eran, ni muchísimo menos, unos ignorantes completos; se expresaban con corrección y su lenguaje era bastante preciso. Diría que casi todos eran universitarios o de nivel equivalente.
Su rasgo más conspicuo, a mis oídos, era su vasta incultura científica.
¿Cuántos hay como ellos en nuestro país? Sospecho que muchos. Y creo que ese solo hecho, en el que no había pensado hasta ahora, quizás explique una parte de los calamitosos efectos que la Covid19 ha tenido, tiene y tendrá entre nosotros.
En una sociedad bien formada, en general, y con un cierto nivel de cultura científica, en particular, la gente tiene mejor criterio a la hora de tomar decisiones, tanto individuales como colectivas. También lo tiene a la hora de adoptar unos comportamientos y hábitos de vida, como los relativos a la actividad física, al consumo de sustancias dañinas o a la alimentación.
La cultura, también la científica, no es la única a nuestro alcance, claro está, pero es una herramienta muy útil para conducirnos en la vida, muy especialmente en las circunstancias sociales más complejas. Esto vale para todo el mundo.
Vale para los políticos. Hay un abismo entre la claridad de ideas, el rigor expositivo y la verosimilitud del discurso de Angela Merkel, explicando el significado del índice reproductivo básico de un patógeno, y la tosquedad esférica de Donald Trump proponiendo terapias inútiles, en el mejor caso, o dañinas, en el peor.
Vale para los periodistas y comunicadores en general. Mientras unos se apoyan en fuentes fiables otros dan pábulo a rumores infundados y trolas peligrosas.
Y vale, incluso, para quienes tenemos formación científica. Porque se pueden tener conocimientos científicos y, sin embargo, carecer de cultura científica propiamente dicha. Así, hemos visto a personas con un título en ciencias que parecen desconocer el carácter contingente y provisional del conocimiento, que ignoran el valor del consenso en ciencia, y que carecen de virtudes epistémicas (y no solo epistémicas) esenciales, tales como la prudencia y la humildad, a la hora de pronunciarse acerca de lo que creen saber.
Por todo esto creo, después de oír al grupo de familiares o amigos en nuestra local tavern, que una sociedad con un cierto aprecio por las ciencias, un cierto conocimiento de los métodos y una cierta comprensión de sus debilidades y fortalezas, en definitiva, una sociedad con un mayor nivel de cultura científica, habría sufrido en menor medida los embates de la pandemia. Porque habría tomado, individual y colectivamente, decisiones mejor fundadas, y habría adoptado comportamientos y hábitos más seguros a la hora de relacionarse con los demás y de conducirse en el espacio público.
Nunca antes lo había pensado de esta forma, y a lo mejor resulta que esto que escribo no tiene ni pies ni cabeza, pero ahora me pregunto: ¿De qué magnitud es el daño causado por la incultura científica? ¿Cuánta riqueza se ha dejado de producir por esa causa? ¿Cuántas más relaciones personales se han roto o debilitado? ¿Cuántos abrazos se han dejado de dar? ¿Cuántos besos? ¿Cuántos años de vida se han perdido de más? No me puedo hacer una idea. A lo mejor es menos de lo que imagino, o quizás es más. Sea lo que sea, lo que hemos perdido en exceso debido a ese déficit cultural, son los costes de la incultura científica, costes que podrían haberse evitado o, al menos, reducido.
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