Cuanto más mayor me hago más disfruto con las cosas sencillas. Me gusta contemplar el mar, ver cómo se suceden las olas en la playa. Me fijo en cosas que antes no veía, como la delicada arquitectura de una tela de araña cubierta de gotas de rocío –de la marea, como dicen en los pueblos de Salamanca– de primera hora de la mañana; me fijo y la admiro. Percibo los detalles de un amanecer hasta el último matiz; o me sumerjo en la melancolía propia de los atardeceres. Me siento en la terraza de nuestro local pub en verano, a la sombra de unos plátanos, y me quedo viendo el ir y venir de la gente. Escucho música cuando tengo la ocasión. Paseo con Aintzane por los parques de nuestro pueblo; reparamos en los cambios que produce el curso de las estaciones, y lo comentamos. Cada vez me gustan más esas cosas y otras similares. Podría decir que disfruto más de la vida, quizás porque cada vez me va quedando menos y soy cada vez más consciente de ello.
Conforme envejezco, también me duele más el dolor ajeno. Más sufrimiento me produce el de los otros, más cuanto más cercanos los percibo pero, en general, cada vez me sienta peor el mal de los demás. Y me producen especial desolación los atentados, porque quienes caen víctimas de un atentado se ven, de repente y sin haber hecho nada para merecerlo, privados de su bienestar, su salud o su vida, y no por accidente.
No dejo de pensar en los familiares, personas a las que de repente las llama alguien, quizás un responsable institucional, quizás un funcionario, para decirles algo que los puede hundir de por vida. No quiero ni imaginar una situación así.
Los atentados, además, se hacen en nombre de una causa, de un bien superior, de una entelequia por tanto. En nombre de alguna causa han matado a mucha gente. En el País Vasco lo sabemos muy bien; durante casi medio siglo centenares de personas fueron asesinadas y miles convertidas en víctimas en nombre de una causa. En la historia de la humanidad ha habido millones de asesinatos y de muertos por diferentes causas: Tierra Santa, la verdadera fe cristiana, la república, la sociedad sin clases, la Jihad u otras.
Puedo quizás entender que alguien dé su vida por una causa, pero no puedo aceptar que alguien asesine en nombre de una causa. En realidad no puedo aceptar que nadie asesine por ninguna razón, salvo una, pero creo que la peor razón de todas es esa, una causa. Nadie, bajo ninguna circunstancia que no sea la defensa de la propia vida puede quitar la vida a nadie; nadie está legitimado para hacerlo; el derecho a vivir es el derecho supremo.
Pero, además, quien mata por una causa lo hace porque está en posesión de la verdad; la suya no es una causa más, es “la causa”; es tal el desprecio que siente por sus semejantes que, de hecho, para él no lo son, porque se arroga el derecho de matarlos, la legitimidad para quitarles su bien más preciado.
Ayer una docena de personas o más murieron y otras ochenta fueron heridas –varias de ellas de extrema gravedad– en un atentado terrorista. Quienes acabaron ayer con la vida de esas personas e intentaron hacer lo propio con decenas más lo hicieron, según todos los indicios, por una causa, por una verdad, por un credo. Ese credo es el Islam. Por supuesto que no debemos identificar a todos los musulmanes con los fanáticos islamistas. Pero no me basta con decir eso.
Un atentado como el de ayer no se cometió en nombre de “la religión”; se cometió en nombre de una fe en concreto. Conviene precisar esto, porque si se pide que no atribuyamos a todos los seguidores de Mahoma la misma condición siniestra de los terroristas, con más razón hay que exigir que no se atribuya la responsabilidad a quien no la tiene bajo ninguna otra consideración. Y el resto de quienes profesan alguna otra religión nada tienen que ver con esa barbarie. No, el atentado de ayer NO se cometió en nombre de «la religión».
Tampoco debemos pasar por alto que la mayoría o todos los países en los que el Islam es la religión mayoritaria se han demostrado incapaces de acceder a la modernidad. No han sido capaces de instaurar de forma estable y duradera regímenes en los que el respeto a los derechos humanos sea la condición básica de la convivencia política. No vale invocar el colonialismo o el trato dado por occidente en el pasado. Por similares situaciones han pasado muchos otros países y no han evolucionado de la misma forma. Es más, los países que financian el terrorismo son países muy ricos; no se pueden esgrimir la opresión y el sojuzgamiento como motivaciones de una acción liberadora desesperada. Escuchen a Ayaan Hirsi Halí.
Y por último, repetiré algo que no por dicho miles de veces hay que dejar de decir. Los responsables de los atentados son quienes los cometen, los inspiran y los financian. No somos los que, en una tarde de agosto, de visita en Barcelona, queremos disfrutar de esos pequeños placeres de la vida: mirar el mar o fijarnos en una tela de araña, pasear, contemplar el ir y venir de la gente, comprar un helado, salir de copas por la noche o descansar en la Barceloneta al atardecer. No, nadie de quienes disfrutamos de las pequeñas cosas de la vida de esa forma somos culpables de nada. Tenemos derecho a esas pequeñas cosas porque es nuestra vida y hemos de poder hacer con ella lo que más nos plazca si al hacerlo no perjudicamos a los demás.
Hablo en primera persona porque soy muy consciente -y creo que deberíamos serlo todos- de que cualquiera de nosotros podría haber sido asesinado ayer. Todos somos sus enemigos, porque todos, disfrutando en paz de nuestros pequeños placeres y sin una causa por la que matar, representamos lo que más detestan los fanáticos: la libertad que nos permite creer, pensar y vivir como nos plazca y disfrutar, entre otras, de esas pequeñas cosas.
Cada vez me afecta más la desgracia ajena; cada vez me duelen más los atentados y los muertos en los atentados. Cuando sé de un atentado como el de ayer me entra una congoja terrible. Debe de ser cierto que la edad ablanda.
Cada vez que pasan cosas como lo que ocurrió ayer en Barcelona me acuerdo de Will Munny, el ex pistolero protagonista de “Sin perdón (Unforgiven, 1992)”, la película de Clint Eastwood, cuando dice que “matar a un hombre es muy duro, le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría tener”.
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