No, no todos habéis tirado la toalla
En efecto, muchísimos de vosotros no habéis tirado la toalla y cumplís de manera ejemplar las normas que limitan nuestras libertades y nos obligan a mantenernos a distancia de los demás y a utilizar mascarilla.
Algunos de mis lectores (y amigos) me lo han hecho ver el mismo viernes y también ayer. Creo, incluso, que el título que puse a la anotación anterior y algunas de las afirmaciones que hice en el texto les resultaron molestos. No los inserto a continuación porque no estoy seguro de que a sus autores les parezca una buena idea; si no, lo haría. Otros amigos me lo han comentado también en privado.
Voy a tratar de justificarme y a pedir perdón.
Efectivamente hay muchísimas personas que siguen respetando las normas. Justo y necesario es reconocerlo. Muchas de esas personas se sienten muy molestas con la actitud de sus conciudadanos y, a veces también, desamparadas, por lo que consideran una dejación de las autoridades, o desconcertadas por decisiones que perciben como arbitrarias y fruto de la improvisación.
Pero que haya muchas personas que sigan respetando las normas no quiere decir que no se esté produciendo un cambio en la actitud de muchas otras. Confieso que esto no es más que una percepción personal; no dispongo de pruebas fehacientes. Pero es como lo percibo, y tampoco soy el único, a tenor de otros comentarios vertidos también en tuiter.
Creo que actitudes de precaución normales en muchas personas hace unos meses, ya no lo son. Y creo que hay más gente ahora que incumple las normas que la que había antes. Puede que eso no me autorice a expresarme con carácter tan general como para abarcar a la sociedad en su conjunto, pero en el curso de una pandemia, incluso números de personas relativamente bajos pueden provocar efectos importantes.
Parte de los reproches que se me han hecho han incidido en la responsabilidad de las autoridades, en su dejación, como he dicho antes. También aludí a eso en mi anotación. Porque es cierto, percibo menor disposición por parte de las autoridades a la hora de hacer cumplir las normas ahora que hace unos meses.
Y luego están las cosas que nadie entiende, como que en las vacaciones de Semana Santa se levantasen las limitaciones para acudir a establecimientos hoteleros, que las novias de los futbolistas del Athletic Club pudiesen asistir a la final de Copa en Sevilla o que se permita la venta de mascarillas que no deberían estar permitidas bajo ningún concepto. Sí, creo que la administración merece reproche por cosas como esas.
Pero soy muy cauteloso a la hora de criticar a los que mandan. Y más en situaciones tan difíciles como esta. Hay dos razones por las que me resisto a criticar a las autoridades o por las que tiendo a asignar las responsabilidades de forma más amplia. La experiencia me dice que la responsabilidad de que haya determinados problemas o comportamientos sociales nunca recae en exclusiva en quienes administran; a los administrados también nos suele tocar una parte.
Hubo un tiempo –mi periodo como rector, para quien no esté al tanto- en que un servidor era de los que administran. Pues bien, en no pocas ocasiones fui muy consciente de lo injusto que resulta la atribución del error, la responsabilidad o la culpa de un mal o supuesto mal. Desde entonces procuro ser cauto con esas atribuciones.
Y si me parece que la responsabilidad es compartida, difícilmente me puedo colocar fuera del terreno de juego. Sinceramente, no puedo asignar una responsabilidad al conjunto de la sociedad y situarme yo mismo al margen, como si no tuviese arte ni parte.
La semana de Pascua tuve que pernoctar en San Sebastián. Lo hice en un hotel. Cené en su restaurante. Había muchos comensales que permanecieron durante toda la cena sin mascarilla. Pude haberme ido y saltarme la cena; no lo hice.
En las dos últimas semanas he asistido a tres o cuatro reuniones presenciales en sendos despachos; podía haber pedido hacerlo de forma telemática; no lo pedí. El viernes presidí una asamblea en la que estaban presentes unas veinte personas, mientras el doble de ese número participaba desde su despacho o vivienda; opté por estar presente, cuando podía haberlo hecho a distancia.
Se supone que en todas esas reuniones y en la asamblea se mantuvieron todas las medidas de seguridad, pero he sido muy consciente en todo momento de que, por pequeño que sea, siempre hay algún riesgo; si hubiese hecho todas esas cosas por vía telématica, no hubiera corrido ninguno. Asumí un cierto riesgo. ¿Cómo no voy a incluirme entre quienes se han relajado? Hace unos meses, en las mismas circunstancias, me habría conducido de otra forma. Así pues, he de utilizar la primera persona del plural; no hacerlo habría sido hipócrita. Creo que los Evangelios tienen una máxima para eso.
Que me perdonen, pues, quienes se hayan sentido injustamente incluidos entre quienes han tirado la toalla. No era mi intención asignarles ninguna responsabilidad, pero al generalizar sin matices, erré.
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