Quizás no todo sea una maldición
El 28 de febrero del año pasado se detectaron los primeros casos de covid19 en Euskadi; en pocos días la cifra subió rápidamente. Otras comunidades vivieron situaciones similares, unas antes y otras después. Al principio quisimos pensar que no había especial motivo de preocupación. “Es poco más que una gripe fuerte”, “tomando precauciones se conseguirá controlar”. Eso se nos decía. Eso queríamos creer.
Habíamos visto lo ocurrido en China: gente por la calle con mascarillas, personal sanitario con indumentaria más propia de una guerra biológica que de “una simple epidemia de gripe”, un hospital levantado en tiempo record. De repente, casi de un día para otro, lo que había ocurrido lejos, muy lejos de nosotros, empezó a ocurrir cerca: las escenas que llegaban de China empezaron a llegar de Italia. Y a pesar de todas esas señales, casi evidencias, nos negamos a ver lo que se avecinaba.
Conforme pasaban los días y el número de casos aumentaba, los mensajes también cambiaron: “hay que lavarse las manos con frecuencia”, “evita aglomeraciones y lugares concurridos”, “la vacuna eres tú”.
El 14 de marzo fuimos confinados.
El sentimiento más intenso y persistente que provoca la pandemia es de preocupación y pesar por la afectación de la covid19 a personas cercanas. Casi todos conocemos a alguien que ha fallecido, en algún caso, próximo, y amigos que han enfermado, algunos de gravedad o con secuelas.
Luego está la incertidumbre, esa extraña sensación que se deriva de no saber, de verdad, dónde y cómo estaremos dentro de unos días. Es cierto que el futuro es intrínsecamente impredecible. Es cierto que, en realidad, nunca sabemos dónde y cómo estaremos mañana o la semana que viene. Pero también lo es que lo normal es hacer planes acerca de cuyo cumplimiento podemos tener cierta confianza. Eso ya no es así. Aunque los planes se vayan cumpliendo, nunca habíamos experimentado tanta inseguridad con relación a lo que el futuro nos pueda deparar.
También nos preocupa el paisaje social que quedará. Basta con ver los locales cerrados en venta o alquiler en el centro de las ciudades para darse cuenta de la devastación que está provocando la pandemia. Es difícil hacerse una idea cabal de las consecuencias que esto tendrá para todos nosotros y, sobre todo, para nuestros hijos.
Creo que todos experimentamos esos sentimientos en mayor o menor medida. Pero, a la vez, estamos viviendo una experiencia única, irrepetible en la vida de una persona, una situación social límite, un episodio que, a mí al menos, me ha obligado a pensar como no lo había hecho nunca.
El 8 de marzo del año pasado, domingo, publiqué la que sería primera anotación a lo largo de la pandemia: Los tártaros del teniente Drogo están aquí. Desde entonces han sido, incluidas la primera y esta, 33 las anotaciones sobre asuntos relacionados con la covid19 que he publicado como conjeturas en esta bitácora, a razón de tres por mes, más o menos, aunque sin una periodicidad fija, solo obedeciendo a impulsos, reflexiones y al tiempo de que disponía.
He dejado escritas unas cuantas tonterías que todavía me sonrojan, pero que he preferido no borrar. Quiero que quede constancia de ellas y recordarme a mí mismo que la prudencia es una virtud que debo cultivar cada vez que me pronuncio sobre algún asunto importante.
Confieso que he esquivado temas difíciles. No he querido entrar, por ejemplo, en la utilización torticera, al servicio de fines espurios, de datos escogidos y argumentos capados que han hecho algunos científicos. Yo mismo he podido incurrir en ese vicio, aunque he procurado evitar el terreno científico, porque casi no sé nada de pandemias y menos aún de virus[1]. También he evitado cuidadosamente las peleas en el inframundo de la comunicación científica. Algunas, muy instructivas, han sido verdaderas lides en el barro.
Me han interesado los dilemas tanto de índole personal como social, pero morales en el fondo, a que nos ha enfrentado la pandemia. He tratado algunos, por ejemplo, en El filo de la navaja, en Han de abrirse las escuelas aunque haya que cerrar los bares, o en El confinamiento quizás no sea la (mejor) solución. Y también me he reafirmado en la idea de lo importante que es el conocimiento riguroso, y lo difícil que es adquirirlo y transmitirlo al conjunto de la sociedad.
He explorado la relación entre opciones morales e ideología al optar por estrategias alternativas frente a la pandemia. Y también he abordado la espinosa cuestión de las relaciones complejas entre conocimiento científico y acción política.
La pandemia ha dejado claras algunas cosas. Una es que a pesar del bienestar que nos proporciona la tecnología, seguimos siendo vulnerables a ciertas amenazas. También que la única esperanza de hallar una salida a esta situación radica, precisamente, en la ciencia y la tecnología. Si la covid19 hubiera surgido hace 20 años sus efectos habrían sido peores aún, entre otras cosas porque entonces no teníamos el conocimiento que ha permitido desarrollar vacunas en tiempo record. Y por lo mismo, la mejor forma de pertrecharnos de cara a futuras amenazas, que las habrá, es seguir aumentando nuestro bagaje de conocimiento y hacerlo, además, en áreas muy diversas, porque no podemos anticipar el futuro y desconocemos de qué naturaleza serán sus amenazas. Todo lo que ha ocurrido ha sido, de hecho, la mejor reivindicación posible –si bien a un precio doloroso– del valor y la importancia del conocimiento científico.
La pandemia ha puesto de relieve la relevancia de la buena comunicación científica, máxime en el contexto de una gran crisis. El principal reproche que, a mi juicio, cabe hacer a las autoridades en relación con la gestión de la covid19 es, precisamente, la mala calidad de la comunicación, que deviene, incluso, falta de transparencia.
Estoy convencido de que el incumplimiento de las medidas anticovid se debe, en una medida no despreciable, a la incomprensión de las razones que han aconsejado, en cada caso, la adopción de unas u otras medidas. Los cambios se han malinterpretado y en muchos casos han ocasionado que sean consideradas arbitrarias. La incomprensión del público se ha acentuado cuando no se ha acertado a explicar que cuando se toman decisiones en una situación como la que vivimos, no hay dictámenes científicos unívocos y es preciso ponderar bienes alternativos. Y que esa ponderación no solo no es fácil, sino que puede variar con el tiempo.
Al margen de las anteriores -bastante triviales, en mi opinión-, he pensado mucho en cuestiones de carácter más personal. Le he dado muchas vueltas a las cosas. Me ha venido bien para escribir aquí, y para poder atender a algún medio de comunicación[2]. Y de todo ello he extraído alguna enseñanza, no muchas.
Aunque no solemos ser conscientes de ello, en cualquier momento podemos vernos abocados a una situación de máxima privación y desamparo. Caminamos al borde de un precipio sin darnos cuenta. En esta pandemia no han sido pocos quienes han perdido su medio de vida. Una de las enseñanzas que he extraído, quizás la más importante, es que pase lo que pase, debemos hacer lo que esté en nuestra mano para que nadie pierda su medio de vida o para evitar que sus condiciones se deterioren hasta extremos que nunca aceptaríamos para nosotros mismos.
Hay bienes fundamentales a preservar. Siempre incluyo la libertad en el lote. Pues bien, en mi consideración personal la dignidad está, incluso, por encima y aunque sé bien que no es fácil definir dignidad en términos objetivos, estoy seguro de que la mayoría nos pondríamos de acuerdo en unos mínimos por debajo de los cuales no aceptaríamos que viviese un semejante.
También he aprendido que, para vivir bien, necesito menos cosas de las que tengo. Puedo renunciar a comodidades (que solo lo son en apariencia) y a objetos. Pero no quiero renunciar a los bares (que no es lo mismo que el vermú), los restaurantes (que no es lo mismo que la buena comida), las librerías (que no es lo mismo que los libros) y los paseos por la orilla del mar (que no es lo mismo que la bici estática). Son las que, en su día, denominé esas pequeñas cosas.
Añoro el poder ver a los amigos sin tener que recurrir a jit.si para ello, y el poder viajar a Asturias, a la vera del Sella, donde solemos recalar cada vez que tenemos ocasión. Confío en que el Sella siga discurriendo por donde acostumbraba y que allí estará cuando podamos ir. Como también confío en que a no tardar podremos estar con los amigos sin pantallas de por medio. Siempre que consigamos, claro está, llegar a la meta de la vacuna en la carrera que sostenemos con el coronavirus.
Resistir es vencer.
Tengo, por último, la sensación de que la reflexión sobre lo que ocurre, y la introspección acerca de mis cosas, intereses, querencias e inquietudes, me han aportado una visión más amplia de la vida –de mi vida– y de lo que de verdad me importa. Esto no compensa los sinsabores, sobre todo porque se han perdido muchas vidas y hay más en peligro aún, pero ayuda a extraer algo bueno de la pandemia y sus circunstancias. Si sobrevivimos, cuando miremos hacia atrás, quizás pensemos que no todo fue una maldición.
[1] A pesar de que en su día leyese e, incluso, presentase, el magnífico libro (Virus y pandemias) de uno de mis científicos de referencia, Nacho López Goñi.
[2] El reportaje “En tiempos del coronavirus” en este espacio de ETB2 es probablemente el programa de televisión más completo en el que he intervenido. Y recuerdo con agrado las entrevistas que me hicieron Iván Orio para El Correo, y Arantza Iraola para Berria, porque en ambas dispuse de tiempo para pensar y explayarme.
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