Anteayer se publicó una información extraña sobre un asunto universitario. La universidad de marras es la pública del País Vasco (UPV/EHU), la mía. Según la información en cuestión, un profesor muy querido por sus estudiantes, por dedicarles tiempo y esfuerzo más allá de lo que dictan sus obligaciones, ha renunciado finalmente a esa dedicación añadida porque así se lo han exigido sus compañeros de departamento. El profesor dice haber sucumbido a sus presiones.
En resumidas cuentas, en la historia hay, por un lado, un buen hombre y, por el otro, una cuadrilla de envidiosos (casi todos sus compañeros de departamento) y un monstruo burocrático sin alma: la UPV/EHU. Se dan todos los ingredientes para hacer de la historia un virus en las redes: el Bien (la dedicación del profesor) frente al Mal (la envidia de sus compañeros), Robín Hood (el profesor) en contra de la nobleza abyecta (la mayoría del profesorado de su departamento) y a favor de los más indefensos (los estudiantes), la institución pública alineada con el Mal y, como catalizadora, la tendencia natural del ser humano a simpatizar con los “más desfavorecidos”.
El asunto era demasiado goloso. Y, en efecto, en un largo fin de semana sin apenas noticias, la información en cuestión se ha convertido en tema estrella en las redes sociales de internet. Ha sido la noticia más vista y más compartida en la edición digital del medio que la ha publicado. La inmensa mayoría de los comentarios han sido, por supuesto, para ensalzar al hombre bueno y vilipendiar a los malos y a la universidad pública (en esto de vilipendiar, si hubiera sido privada no habría sido exactamente igual).
Lo desconozco todo acerca de los hechos relatados, así que no puedo opinar sobre ellos. Pero de la misma forma que me pasa con lo que cuentan personajes como Pàmies (sí, ese que recomienda ingerir lejía diluida para curar el cáncer, que sostiene que el virus del VIH no existe y que si tomásemos las plantas que él produce no enfermaríamos o nos curaríamos), lo que se cuenta en la información era tan extraño que hizo que saltaran mis alarmas escépticas. Reconozco que no sonaron enseguida: cuando leí la noticia en la edición en papel pensé que era una historia rara pero no reaccioné con desconfianza. La extrañeza me fue invadiendo poco a poco, y de la sensación de extrañeza pasé al escepticismo.
Porque, bien pensado, aunque no sea imposible, no es normal que CASI TODOS los profesores de un departamento se alineen en contra de OTRO. Es muy raro que CASI TODOS los profesores de un departamento pidan a un compañero que trabaje menos y que no atienda a los estudiantes a deshoras. No conozco ningún caso en que una buena evaluación provoque el rechazo de los demás compañeros; en mi departamento es impensable, desde luego. No es habitual (y tampoco creo que sea buena idea) que un profesor dé su número de teléfono particular a todos los estudiantes que se lo piden; yo, por ejemplo, estoy accesible por correo electrónico casi en todo momento pero no doy mi número particular, y eso mismo puede hacer cualquier otro profesor si lo desea. Es raro que los responsables universitarios (dirección de departamento, de escuela y rectorado de la universidad) no se alineen inmediatamente en defensa del profesor que se desvive por sus estudiantes. Son cosas demasiado raras como para no someterlas al cedazo de la prueba antes de darlas por buenas.
Sin embargo, muchos la han dado por buena sin mayores reservas. Lo que no hubiesen aceptado –y de hecho no aceptan- en la Contra de la Vanguardia lo han aceptado en este caso. Y es que esto del escepticismo va por esferas de la vida. Lo somos a dedicación parcial y dependiendo del asunto de que se trate y de quiénes sean sus protagonistas. Nos pasa a todos –me incluyo, por supuesto- porque como en tantas otras cosas, son factores emocionales los que acaban dictando el margen de lo que creemos y de lo que no. Y entre esos factores, los de carácter ideológico –y, en general, nuestro sistema de creencias- acaban ejerciendo una influencia determinante. ¿Cómo resistirse, por ejemplo, a zurrar a una universidad pública? Al fin y al cabo, todos los que han opinado han pasado por alguna de ellas y saben cómo nos las gastamos los universitarios.
No descarto que la información publicada el jueves tenga altas dosis de verdad, pero tampoco descarto que tenga las suficientes dosis de falsedad o tales carencias como para que las conclusiones que quepa extraer sean algo diferentes de las que se han extraído. Lo cierto es que no lo sé. Lo que sí he podido comprobar es que, ignorando el consejo de David Hume, muchos autodenominados escépticos ya la han dado por buena.
La posverdad era esto.
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